Los dos ingredientes de la santidad: la corta y oportuna reflexión del Papa en el día de todos los santos

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(ZENIT Noticias / Ciudad del Vaticano, 01.02.2021).- En ocasión de la solemnidad de todos los santos, que la Iglesia católica celebra el 1 de noviembre, el Santo Padre rezó extraordinariamente el ángelus con las personas congregadas en la Plaza de San Pedro en la Ciudad del Vaticano (extraordinariamente porque lo habitual es que el Papa rece el Ángelus sólo los domingos).

En la breve reflexión, que tomó pie del pasaje de las bienaventuranzas, el Papa profundizó amenamente en dos aspectos de una vida santa: la alegría y la profecía. Esto dijo el Santo Padre:

La alegría

Jesús comienza con la palabra «Bienaventurados» (Mt 5, 3). Es el anuncio principal, el de una felicidad inaudita. La bienaventuranza, la santidad no es un programa de vida hecho solo de esfuerzos y renuncias, sino que es ante todo el gozoso descubrimiento de ser hijos amados por Dios. Y esto nos llena de gozo. No es una conquista humana, es un don que recibimos: somos santos porque Dios, que es el Santo, viene a habitar nuestra vida. Es Él quien nos da la santidad ¡Por eso somos bienaventurados! La alegría del cristiano, por tanto, no es la emoción de un momento o simple optimismo humano, sino la certeza de poder afrontar cada situación bajo la mirada amorosa de Dios, con la valentía y la fuerza que proceden de Él. Los santos, incluso en medio de muchas tribulaciones, vivieron esta alegría y la testimoniaron. Sin alegría, la fe se convierte en un ejercicio riguroso y opresivo, y corre el riesgo de enfermarse de tristeza. Tomemos esta palabra: enfermarse de tristeza. Un Padre del desierto decía que la tristeza es «un gusano del corazón», que corroe la vida (cf. Evagrio Póntico, Sobre los ocho espíritus malvados, XI).

Interroguémonos sobre esto: ¿somos cristianos alegres? Yo, ¿soy un cristiano alegre o no lo soy? ¿Transmitimos alegría o somos personas aburridas y tristes con cara de funeral? Recordemos que ¡no hay santidad sin alegría!

La profecía

Las Bienaventuranzas están dirigidas a los pobres, a los afligidos, a los hambrientos de justicia. Es un mensaje a contracorriente. El mundo, de hecho, dice que para ser feliz tienes que ser rico, poderoso, siempre joven y fuerte, tener fama y éxito. Jesús abate estos criterios y hace un anuncio profético —y esta es la dimensión profética de la santidad—–: la verdadera plenitud de vida se alcanza siguiendo a Jesús, practicando su Palabra. Y esto significa otra pobreza, es decir, ser pobres por dentro, vaciarse de uno mismo para dejar espacio a Dios. Quien se cree rico, exitoso y seguro, lo basa todo en sí mismo y se cierra a Dios y a sus hermanos, mientras quien es consciente de ser pobre y de no bastarse a sí mismo permanece abierto a Dios y al prójimo. Y halla la alegría.

Las Bienaventuranzas, pues, son la profecía de una humanidad nueva, de un modo nuevo de vivir: hacerse pequeño y encomendarse a Dios, en lugar de destacar sobre los demás; ser manso, en vez de tratar de imponerse; practicar la misericordia, antes que pensar solo en sí mismo; trabajar por la justicia y la paz, en vez de alimentar, incluso con la connivencia, injusticias y desigualdades.

La santidad es acoger y poner en práctica, con la ayuda de Dios, esta profecía que revoluciona el mundo. Entonces podemos preguntarnos: ¿Doy testimonio de la profecía de Jesús? ¿Manifiesto el espíritu profético que recibí en el Bautismo? ¿O me adapto a las comodidades de la vida y a mi pereza, pensando que todo va bien si me va bien a mí? ¿Llevo al mundo la alegre novedad de la profecía de Jesús o las habituales quejas por lo que no va bien? Preguntas que será bueno plantearnos.

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