(RV).- El Domingo 16 de julio, solemnidad de Nuestra Señora del Carmen, el Papa Francisco se dio cita con miles de peregrinos que acudieron a la Plaza de San Pedro para rezar juntos la oración mariana del Ángelus.
Haciendo alusión a la lectura del Evangelio dominical de San Mateo, que narra la Parábola del Sembrador, el Santo Padre señaló que Jesús es el Sembrador y que con esta imagen nos da a entender que Él no se impone, sino que propone: “no nos atrae conquistándonos sino entregándose”.
“Él derrama con paciencia y generosidad su Palabra”, continuó diciendo Francisco. Una Palabra “que no es una jaula o una trampa, sino una semilla que puede dar fruto”, siempre y cuando nosotros estemos dispuestos a recibirlo.
En referencia a los “tipos de tierra” donde el Sembrador realiza su labor, el Sucesor de Pedro indicó que el “terreno bueno” es el camino que debemos seguir. No obstante, el Pontífice puso en guardia sobre otros dos tipos de terrenos que pueden crecer en nuestro corazón impidiendo que la “semilla de Jesús dé fruto”: el terreno pedregoso, en el cual la semilla germina pero no llega a dar raíces profundas y el terreno espinoso, “lleno de espinos que sofocan a las buenas plantas”, espinos que podemos comparar con “las preocupaciones del mundo y la seducción de la riqueza”.
“Cada uno de nosotros puede reconocer estos grandes o pequeños espinos que habitan en su corazón”, dijo Francisco, “estos arbustos más o menos enraizados que no agradan a Dios y nos impiden tener un corazón limpio”.
Por último el Santo Padre, destacó que es posible “sanear el terreno” de nuestro corazón, presentando al Señor a través de la confesión y la oración, “nuestras piedras y espinos”. “Preguntémonos si nuestro corazón está abierto para acoger con fe la semilla de la Palabra de Dios”, dijo el Obispo de Roma. “Preguntémonos si en nosotros las piedras de la pereza son todavía muchas y grandes; identifiquemos y llamemos por nombre a los espinos de los vicios”.
“Que la Madre de Dios, a quien recordamos hoy bajo el título de Bienaventurada Virgen del Monte Carmelo, insuperable en la acogida de la Palabra de Dios y en su puesta en práctica (cf. Lc 8,21), nos ayude a purificar el corazón y a custodiar en él la presencia del Señor”, concluyó el Papa.
(SL-RV)
Audio y texto de las palabras del Santo Padre antes de rezar la oración mariana del Ángelus
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Jesús cuando hablaba usaba un lenguaje sencillo, e utilizaba también imágenes que eran ejemplos de la vida cotidiana, de modo de poder ser comprendido fácilmente por todos. Por eso lo escuchaban con gusto y apreciaban su mensaje, que llegaba derecho a los corazones. Y no era aquel lenguaje difícil de entender, el que usaban los doctores de la ley de ese tiempo, que no se entendía bien, lleno de rigidez, y que alejaba a la gente. Y con este lenguaje Jesús hacía comprender el misterio del Reino de Dios. No era una teología complicada. Y un ejemplo es lo que hoy nos presenta el Evangelio: la parábola del sembrador (cf. Mt 13.1 a 23). El sembrador es Jesús. Notamos que, con esta imagen, Él se presenta como uno que no se impone sino que se propone; no nos atrae conquistándonos, sino donándose. Arroja la semilla. Él propaga con paciencia y generosidad su Palabra, que no es una jaula o una trampa, sino una semilla que puede dar frutos. ¿Cómo puede dar frutos? Si nosotros la recibimos.
Por eso la parábola tiene que ver sobre todo con nosotros: habla, de hecho, del terreno más que del sembrador. Jesús realiza, por así decirlo, una “radiografía espiritual” de nuestro corazón, que es el terreno sobre el que cae la semilla de la Palabra. Nuestro corazón, como un terreno, puede ser bueno, y así la Palabra da fruto, y mucho; pero también puede ser duro, impermeable. Esto sucede cuando oímos la Palabra, pero ella nos rebota encima, al igual que sobre una carretera: no entra.
Entre el terreno bueno y la carretera, que es el asfalto – si nosotros arrojamos semillas en los “sanpietrini” no germina nada. Entre el terreno bueno y la carretera, hay, sin embargo, dos terrenos intermedios, que en diferentes tamaños, podemos tener en nosotros. El primero es aquel pedregoso. Tratemos de imaginarlo: un terreno pedregoso es un terreno «con poca tierra» (cf. v. 5), por lo que la semilla germina pero no logra echar raíces profundas. Así es el corazón superficial, que recibe al Señor, quiere rezar, amar y dar testimonio, pero que no persevera, se cansa y no nunca “despega”. Es un corazón sin espesor, donde las rocas de la pereza prevalecen sobre la tierra buena, donde el amor es inconstante y pasajero. Pero quien recibe al Señor sólo cuando tiene ganas, no da fruto.
Luego está el último terreno, aquel espinoso, lleno de zarzas que sofocan las plantas buenas. ¿Qué representan estos espinos? «Las preocupaciones mundanas y la seducción de las riquezas» (v. 22), dice Jesús: así, explícitamente. Los espinos son los vicios que pelean contra Dios, que asfixian Su presencia: ante todo los ídolos de la riqueza mundana, el vivir con avidez para sí mismos, para el “tener” y el “poder”. Si cultivamos estos espinos, ahogamos el crecimiento de Dios en nosotros. Cada uno puede reconocer sus pequeños o grandes espinos, los vicios que habitan en su corazón, los arbustos más o menos arraigados que no le gustan a Dios y que nos impiden tener un corazón limpio. Es necesario arrancarlos, de lo contrario la Palabra no da fruto, la semilla no irá adelante.
Queridos hermanos y hermanas, Jesús nos invita hoy a mirar dentro nuestro: a agradecer por nuestro terreno bueno, y a trabajar en los terrenos todavía no buenos. Preguntémonos si nuestro corazón está abierto para acoger con fe la semilla de la Palabra de Dios. Preguntémonos si nuestras rocas de la pereza son todavía muchas y grandes; identifiquemos y llamemos por nombre los espinos de los vicios. Encontremos el valor de hacer un buen saneamiento del terreno, un buen saneamiento de nuestro corazón, llevándole al Señor en la Confesión y en la oración nuestras rocas y espinos. Haciéndolo así, Jesús, el Buen Sembrador, será feliz de realizar un trabajo adicional: purificar nuestro corazón, quitando las rocas y los espinos que ahogan su Palabra.
Que la Madre de Dios, a quien recordamos hoy bajo el título de Bienaventurada Virgen del Monte Carmelo, insuperable en la acogida de la Palabra de Dios y en su puesta en práctica (cf. Lc 8,21), nos ayude a purificar el corazón y a custodiar en él la presencia del Señor. Ángelus Domini nuntiavit Mariae…
(Traducción del italiano: Griselda Mutual – Radio Vaticana)
Tras la oración del Ángelus, como es habitual, el pontífice dirigió sus saludos a todos los fieles de Roma y a los peregrinos llegados de diversas partes del mundo:
“Saludo de corazón a todos ustedes, fieles de Roma y peregrinos de diversas partes del mundo: a las familias, los grupos parroquiales, las asociaciones”, expresó. “En particular saludo a las Hermanas Hijas de la Virgen de los Dolores, a 50 años de la aprobación pontificia del Instituto; a las Hermanas Franciscanas de San José a 150 años de su fundación; a los dirigentes y a los huéspedes de la Domus Croata de Roma, en el 30º aniversario de su institución”.
Un saludo especial dirigió a las hermanas y frailes carmelitas, en el día de su fiesta: “les deseo que puedan continuar con decisión en el camino de la contemplación”, les dijo.
Un saludo especial dirigió también a la comunidad católica venezolana en Italia, presente en la plaza de san Pedro, y renovó su oración por este amado país.
Tras desear a todos un buen domingo reiteró como siempre, su pedido de oración por él. “¡Buen almuerzo y hasta la vista!”, concluyó.
(GM – RV)
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