San Ignacio de Loyola – 31 de julio

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(ZENIT – Madrid).- «Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi ser y mi poseer; vos me lo disteis: a vos, Señor, lo torno; todo es vuestro, disponed a toda vuestra voluntad; dadme vuestro amor y gracia, que ésta me basta». Es la profunda oración con la que culminan los ejercicios espirituales de este santo, menudo de talla, grandioso corazón y proverbial obediencia, que nació en el castillo de Loyola, Guipúzcoa, España, en 1491 en una familia de la nobleza. Benjamín de ocho hermanos, fue educado en la casa de Juan Velázquez, contador mayor de los Reyes Católicos. Su contacto con la corte marcó una etapa en su vida de dispersión y afanes de gloria.

En 1517, tras la muerte de Juan, inició la carrera militar. Pero en 1521, puede que el 20 de mayo, en el transcurso de una batalla contra los franceses, en Pamplona, una bala de cañón impactó en su pierna derecha debajo de la rodilla. Mientras convalecía de una de las intervenciones que sufrió, que le dejó una cojera de por vida, para distraerse solicitó libros de caballería. No había, y le ofrecieron la vida de Cristo y un santoral. Modificaron su perspectiva existencial: «Me imaginaba que debía competir con tal santo en ayunos, con este otro en la paciencia, con aquel en peregrinaciones». Las hazañas de los valerosos seguidores de Cristo, que en nada se asemejaban a las que conocía el aguerrido soldado, le sedujeron y se convirtió. Se arrepintió de su pasado, y decidió vivir con el radicalismo evangélico al que se sentía llamado.

En su entorno no pasó desapercibido el cambio del intrépido militar que, de repente, solo hablaba de temas religiosos. Y aunque desconocía qué pasos debía dar, tenía claro que serían hacia la consagración. Por de pronto, se recluyó en Montserrat. Con el espíritu de un caballero depositó sus armas a los pies de María, después de haber hecho vela toda la noche ante su imagen, con sus nuevos compañeros de camino: un tosco sayo y el bordón, signos del peregrino. Soñaba ya con Jerusalén. Quería hallarse en la tierra de Jesús, a quien deseaba «conocer mejor, para imitarle y seguirle». A renglón seguido se dirigió a Manresa para hacer oración y penitencia. Y allí, fundamentados en su experiencia personal, redactó los ejercicios espirituales. Una noche se le apareció la Virgen con el Niño Jesús y se sintió invadido por su dulzura. Cuando abandonó el lugar, partió con un patrimonio espiritual que le dejó marcado para siempre.

En 1523 se trasladó a Tierra Santa. Su voluntad era permanecer en los Santos Lugares, pero ante los muchos peligros que acechaban a los peregrinos, los franciscanos le disuadieron, y prácticamente le obligaron a regresar a España. Sin saber aún qué camino tomar, cuando llegó a Barcelona hacia 1524, determinó cursar estudios para «ayudar a las almas», que completó en Alcalá de Henares y en Salamanca. La difusión de los ejercicios le acarreó muchos sufrimientos: procesamiento, prohibición de predicar, azotes, cárcel; tenía detrás a la Inquisición, pero todo lo asumió gozoso por amor a Cristo. Ya en París donde se licenció en Artes, con un grupo de siete compañeros, entre los que se hallaban Francisco Javier y Pedro Fabro, erigiría la fundación con el lema «Ad maiorem Dei gloriam». Compartió con ellos su experiencia en Manresa, lo que extrajo de la lectura de vidas de los santos y, sobre todo, el evangelio. Acordaron ir a Palestina para evangelizar. Si este objetivo se torcía por algún motivo en el año de plazo que se dieron, se pondrían a merced del pontífice. En 1534 emitieron los votos en la capilla de Montmartre.

Se encontraron en Venecia, como habían convenido. Pero en 1535 nuevos problemas de salud obligaron a Ignacio a volver a España. El sueño de todos seguía siendo establecerse en Palestina, pero la guerra contra los turcos lo hizo inviable. De modo que, hallándose en Venecia en 1537, ya con Ignacio al frente, el grupo, que se había incrementando en número, se trasladó a Roma y se puso bajo el amparo de Paulo III. Éste los acogió, ordenando sacerdotes ese año a los que aún no había recibido este sacramento. En la capilla de la Storta, a unos kilómetros de Roma, en una visión trinitaria Cristo le había dicho a Ignacio: «Yo quiero que tú nos sirvas». Con la aprobación del papa en 1540, la Compañía de Jesús fue una realidad eclesial y canónica, aunque la redacción de las constituciones que el santo emprendió se prolongó hasta 1551. A los votos de castidad y pobreza añadieron el de obediencia al máximo superior, que estaría a su vez sometido al pontífice. Era uno de los signos del espíritu militar que formó parte de la educación y vida de su fundador, y que quiso transmitir a la Compañía con nuevo sesgo espiritual.

Con esta fundación se dispusieron a luchar para contrarrestar el protestantismo y otras deficiencias sociales, propagando la fe católica. Pronto se constató la formidable labor de estos religiosos para atajar los nefastos efectos de la Reforma impulsada por Lutero. Las vías de apostolado fundamentalmente eran el cuidado de los enfermos y la enseñanza, que los primeros integrantes realizaban estimulados por la fortaleza y entusiasmo de Ignacio. Unánimemente le eligieron como general de la Compañía en 1541. La atracción entre los jóvenes por el carisma se incrementaba; fueron llegando algunos de talla excepcional.

Limitado por graves problemas de salud, permaneció en Roma dedicado al retiro y a la oración. Había encarnado su propósito: «En todo amar y servir». Se mantuvo al frente de la Compañía, que se extendió por Europa, América y Asia. Mientras, redactaba obras formativas y creaba prestigiosos centros académicos, todo para la mayor gloria de Cristo y de su Iglesia. En 1551 quiso dimitir como general, pero no lo permitieron. Al inicio de julio de 1556 sufrió un ataque de fiebre; su ánimo apostólico seguía invicto. Y el 31 de ese mes murió serena e inesperadamente. Paulo V lo beatificó el 3 de diciembre de 1609. Gregorio XV lo canonizó el 12 de marzo de 1622.

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