San Pedro Poveda Castroverde – 28 de julio

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(ZENIT – Madrid).- «En la vida de los santos, admíralo todo e imita de ellos lo que puedas», aconsejó el mártir fundador de la Institución Teresiana. Cuando transmitió esta máxima en 1908, transitaba con firmeza por la vereda que le encumbraría a los altares, llevado de su pasión por Cristo, movido por ardiente caridad y la clarividencia que acompaña a los auténticos hijos de Dios.

Nació en Linares, Jaén, España, el 3 de diciembre de 1874 en una familia de siete hermanos, de los cuales fue el primogénito. No tuvo que dilucidar nada acerca de su quehacer porque tuvo clara su vocación sacerdotal. Inicialmente, ingresó en el seminario de Jaén, y luego se trasladó al de Guádix, Granada, donde fue ordenado sacerdote en 1897. Después se licenció en teología en Sevilla. En Guádix permaneció hasta 1905 y allí puso los pilares de lo que sería su preocupación fundamental: la enseñanza. Fue testigo de las graves deficiencias que presentaba una parte de la población, especialmente la residente en el barrio marginal de las cuevas de esta localidad granadina. Eran gentes que no recibían atenciones, faltas de educación y carentes de recursos económicos. Para asistirlas puso en marcha las Escuelas del Sagrado Corazón.

Su siguiente destino fue Covadonga, Asturias; iba como canónigo. En esta nueva etapa de su vida, que duró siete años, oró y estudió con ahínco mientras pervivía en su corazón la inquietud por la enseñanza. Prueba de ello fue la creación en 1911 de dos academias, la de Gijón dirigida a los varones y la de Oviedo a las mujeres; al año siguiente abrió otra en Linares. Con ellas se propuso dar lance a los problemas educativos que hubo en España en las primeras décadas del siglo XX. Su idea pedagógica partía con visión universal y tenía el sólido pilar del humanismo cristiano; todo un aldabonazo en la tarea educativa. Además, acertadamente sumó a este empeño el inmediato objetivo de formar al profesorado de Magisterio.

Vuelto a Jaén en 1913, compaginó su misión como canónigo de la catedral con otras responsabilidades. Fue profesor del Seminario, de las Escuelas Normales y del Instituto de Segunda Enseñanza. Entones conoció a María Josefa Segovia, una valiosa joven que apenas sobrepasaba la veintena, en cuyas manos puso la Academia de Magisterio fundada en la ciudad. También fue la primera en dirigir la Institución Teresiana. Porque otra de las características que resaltan en Pedro es la excepcional labor que realizó escalando peldaños en pro de la educación femenina. Propició la creación de las bases precisas para que las mujeres accedieran a la cultura a través de las academias sembradas en el país, y en 1914 impulsó en Madrid la primera residencia universitaria femenina española. Quería que los docentes implicados en esta tarea, tanto en el presente como en el futuro, supieran mostrar «con los hechos que la ciencia hermana bien con la santidad de vida». Toda su labor estuvo impregnada de la fe, de la oración. Era un hombre de ideas claras, con los pies en la tierra y el corazón en el cielo, un gran director y formador. Advertía: «No mires jamás el bien que hiciste en la vida pasada ni el mal que evitaste con el auxilio del Señor; pon la mira en el cielo, en lo mucho que te falta para conseguirlo. Familiarízate con la frase ¡adelante!, interpretando bien lo que por ella se significa».

En 1921 fue designado capellán real, lo cual le permitió desarrollar fecundos proyectos aprovechando el interesante campo de relaciones que se abrió ante él. Fomentó la colaboración con personalidades afines a su ideario, y de ese modo proporcionó nuevas alternativas a una sociedad que empezaba a impregnarse con los primeros atisbos de secularismo. Continuó impulsando la fundación, sin relegar otros proyectos educativos vinculados a organismos que respaldaban al profesorado católico. En esta etapa de su vida instituyó la Liga Femenina de Orientación y Cultura. También apuntaló su obra con la redacción de las líneas que debería seguir y las bases de la reforma educativa que había promovido. En 1924 la Institución recibió la aprobación pontificia como Pía Unión, y en 1928 comenzó a expandirse por el extranjero.

Fue un apóstol infatigable, dio pruebas de su humildad, paciencia y mansedumbre, y jalonó su vida con la oración y entrega constantes. Como dijo de sí mismo en 1920, su fe no fue «vacilante», sino «firme e inquebrantable», y así lo mostró nuevamente al final de su existencia. Había manifestado: «Creer bien y enmudecer no es posible», una convicción que rubricó con su sangre. El 27 de julio de 1936, en medio de la hecatombe de la guerra civil, fue detenido en su domicilio; acababa de oficiar la misa. Se identificó con valentía: «¡Soy sacerdote de Cristo!». Siempre movido por el vivo anhelo de cumplir la voluntad de Dios, se disponía a encontrarse con Él para siempre. «Sin cruz no tendrás llave para abrir las puertas del cielo», había dicho. Otro matiz de la que portaba él cabalgaba a lomos del odio y del resentimiento, aunque en su airado prójimo siguió reconociendo a Cristo; otro rasgo de su evangélico corazón: «Ve en el prójimo la imagen de Jesús, y así amarás aún a los mismos enemigos […]. Jamás des entrada al odio en tu corazón. Perdona generosamente…».

Pocos días antes de su captura escribió: «Nunca como ahora debemos estudiar la vida de los primeros cristianos para aprender de ellos a conducirnos en tiempo de persecución. ¡Cómo obedecían a la Iglesia, cómo confesaban a Jesucristo, cómo se preparaban para el martirio, cómo oraban por sus perseguidores, cómo perdonaban, cómo amaban, cómo bendecían al Señor, cómo alentaban a sus hermanos!». Apenas le dieron respiro. Fue ejecutado el 28 de julio, al día siguiente de su detención. Juan Pablo II lo beatificó el 10 de octubre de 1993, y lo canonizó el 4 de mayo de 2003.

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