“Fue del abismo moral al cielo. Confiando en las incumplidas promesas de un noble, le dio un hijo mientras se sumergía en la oscuridad de un mundo vacuo. El brutal asesinato del caballero hizo que volviese los ojos a Dios”
Hoy festividad de la Cátedra de san Pedro apóstol, celebramos también la vida de esta santa. Su humilde procedencia –nació en un hogar pobre–, las conveniencias sociales, las debilidades y la falta de responsabilidad en el compromiso, incluidos otros deslices personales y también ajenos, influyeron en gran medida en su conducta juvenil. Nada justifica la vida licenciosa, pero a veces los antecedentes que han concurrido en ella pueden explicarla. Y, sobre todo, cuando la luz divina se abre paso en la enmarañada jungla de los sentimientos y se produce un vuelco radical en la existencia, como le sucedió a esta santa, el esplendor de la misericordia y el insondable amor de Dios aún resultan más conmovedores.
Nació en la localidad italiana de Laviano en 1247. Huérfana de madre a los 7 años se encontró de bruces con una madrastra de mal carácter que ensombreció su vida. Entonces había cumplido ya los 9 años, una edad delicada en la que ternura y tutela deben aliarse para encaminar convenientemente una vida. Seguro que en sus amargas jornadas se aferraría a la oración que su madre le legó: “Señor Jesús, te ruego por la salvación de todos aquellos por quienes quieres que se ruegue” pudiendo afrontarlas con otros arrestos. Disipadas durante un tiempo las fértiles enseñanzas maternas, tendría que disponer su espíritu para acoger las numerosas bendiciones que le aguardaban. El paso del tiempo mostró cuán benévola estaba siendo con ella la naturaleza. La adolescente se convirtió en una joven de espléndida belleza, y cayó rendida en los brazos de un noble de Montepulciano.
Seducida por promesas que éste incumplió reiteradamente, cerca de una década vivió aferrada a esa ilícita relación de la que nació un hijo. Quizá a la espera de que un día se materializaran sus sueños de matrimonio, que reclamaba una y otra vez, no tuvo reparos en convivir con su amante en el castillo. Y aunque los ciudadanos de Montepulciano reprobaban su actitud, no se escondía; a veces incluso se exhibía por las calles recorriéndolas a lomos de un magnífico caballo. El fin de esta historia llegó con el brutal asesinato del caballero, cuyo cadáver encontró ella misma cuando, al ver que demoraba su llegada, salió en su busca.
La crudeza del momento trajo consigo su radical conversión. Profundamente consternada y arrepentida, renunció a los bienes que disfrutaba aún sin tener legítimos derechos sobre ellos. Ceñida con prendas de penitente, y aferrada a la mano de su hijo, regresó a Cortona. Su padre la repudió y le negó su perdón. Así que se vio en la calle sin tener un lugar donde cobijarse, hasta que dos piadosas mujeres la acogieron puntualmente y le pusieron en contacto con los frailes menores, ya que ese fue su deseo; pensó en ellos al recordar su bondadoso trato con las personas atrapadas en las redes del pecado.
En ese intervalo el maligno intentó disuadirla. La baza de su belleza era un codiciado naipe que éste barajó. El pasado, ese que Cristo advierte que debe dejarse atrás para siempre, era sugestivo. Aún podía reconquistar lo perdido; ese era el susurro del diablo que disfraza con pestilente máscara la oferta que conduce a la perdición. Pero hacía tiempo que Margarita intuía misteriosamente el destino que le reservaba la divina Providencia. De modo que se dispuso a asumir la responsabilidad de sus actos. Hay experiencias que no pasan por la vida sin dejar cicatrices, y durante tres años sufrió grandes tentaciones, de las que se sobrepuso con el consejo de dos frailes que la dirigieron acertadamente. “Padre –manifestó en un momento dado–, no me pidáis que pacte con mi cuerpo, porque es imposible. Mi cuerpo y yo estaremos en constante lucha hasta el día de mi muerte”. Todo su afán era consumarse en medio de extremadas penitencias, que su confesor, fray Giunta, le instaba a suavizar para evitar otros males a su espíritu.
Tras un periodo de trabajo doméstico lo dejó todo y se dedicó a asistir a los pobres llevando una vida de mortificación junto a ellos. Aún tenía junto a sí a su hijo y ambos afrontaban cada jornada con las limosnas que recibían. De las que juzgaba mejores, se desprendía sin dudarlo. Las pruebas de su conversión y la autenticidad de su vocación estaban tan claras que los frailes la admitieron en la Tercera Orden. Y cuando su hijo, que sería franciscano, comenzó su formación en Arezzo, prosiguió un intensísimo itinerario espiritual que en poco tiempo fue bendecido con éxtasis y revelaciones. Prudente y cautelosa con tantos favores, únicamente los confiaba a su confesor cuando él lo demandaba. En uno de ellos, Dios le dijo: “Tú eres la tercera lumbrera que he dado a la orden de mi amado Francisco. Él fue la primera, entre los frailes; Clara fue la segunda, entre las religiosas; tú serás la tercera para dar ejemplo de penitencia”.
Llamada a ejercer su caridad con los enfermos y los pobres, con el beneplácito del obispo y la generosa ayuda de personas principales de la ciudad, impulsó la creación de un hospital. Lo asistió junto a otras mujeres ligadas por la orden terciaria franciscana con las que fundó una congregación. Su intensísima oración y mortificaciones no tenían límite. Las disciplinas que se aplicaba tenían como objetivo la reparación de sus propios pecados y los ajenos. Sufrió graves calumnias difundidas con objeto de manchar la limpia relación entre su confesor y ella. Fue vituperada y despreciada, y se vio obligada a quedarse sin el consejo de fray Giunta. Soportó todo por amor a Cristo y un día escuchó: “Es preciso que demuestres que te has convertido realmente… Las gracias que he derramado sobre ti no son para ti sola”. Obedeció, y los frutos de su entrega y apostolado fueron incontables como también sus milagros.
Un día en la iglesia de San Francisco la imagen del Crucificado traspasó su ser con infinita ternura: “¿Qué quieres, pobre pecadora mía?”, le preguntó. La respuesta, inequívoca, no se hizo esperar: “Yo no quiero ni busco sino a Ti”. Al final, fray Giunta estuvo junto a su lecho de muerte, acaecida el 22 de febrero de 1297, mientras decía: “Dios mío, te amo”. Fue canonizada por Benedicto XIII el 16 de mayo de 1728.
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