(zenit – 5 feb. 2020).- “Un mundo rico y una economía vibrante pueden y deben acabar con la pobreza”, así ha intervenido el Papa Francisco este miércoles, 5 de febrero de 2020, en el taller sobre «Nuevas formas de fraternidad solidaria, inclusión, integración e innovación».
En el encuentro, organizado por la Academia Pontificia de Ciencias Sociales y celebrado en la Casina Pio IV, dentro del Vaticano, han participado economistas, ministros de finanzas, banqueros con el objetivo de desarrollar propuestas para una mejor distribución de las riquezas.
Francisco ha compartido con los participantes un mensaje de esperanza: “Se trata de problemas solucionables y no de ausencia de recursos. No existe un determinismo que nos condene a la inequidad universal”. Igualmente, les ha instado a trabajar juntos para terminar con estas injusticias: “Ustedes conocen de primera mano cuales son las injusticias de nuestra economía global actual”.
Cuando los organismos multilaterales de crédito asesoren a las diferentes naciones, ha advertido, «resulta importante tener en cuenta los conceptos elevados de la justicia fiscal, los presupuestos públicos responsables en su endeudamiento y, sobre todo, la promoción efectiva y protagónica de los mas pobres en el entramado social”.
Así, les ha exhortado a recordarles su “responsabilidad de proporcionar asistencia para el desarrollo a las naciones empobrecidas y alivio de la deuda para las naciones muy endeudadas” y a “detener el cambio climático provocado por el hombre, como lo han prometido todas las naciones, para que no destruyamos las bases de nuestra Casa Común”.
“Estructuras de pecado”
A la globalización de la indiferencia, el Papa Francisco la llama “inacción”. Sin embargo, san Juan Pablo II la llamó estructuras del pecado.
El Pontífice recordó que “la Iglesia celebra las formas de gobierno y los bancos —muchas veces creados a su amparo— cuando cumplen con su finalidad, que es, en definitiva, buscar el bien común” si bien “pueden decaer en estructuras de pecado”.
Del mismo modo, ha denunciado que la mayor estructura de pecado es “la misma industria de la guerra, ya que es dinero y tiempo al servicio de la división y de la muerte”. El mundo pierde cada año billones de dólares en armamentos y violencia, “sumas que terminarían con la pobreza y el analfabetismo si se pudieran redirigir”, ha señalado.
El Papa ha señalado que las personas empobrecidas en países muy endeudados “soportan cargas impositivas abrumadoras y recortes en los servicios sociales, a medida que sus gobiernos pagan deudas contraídas insensible e insosteniblemente”.
En este contexto, Francisco ha citado al papa Juan Pablo II, indicando lo “asombrosamente actuales” que suenan sus palabras –pronunciadas en 1991– hoy: “Es ciertamente justo el principio de que las deudas deben ser pagadas. No es lícito, en cambio, exigir o pretender su pago cuando éste vendría a imponer de hecho opciones políticas tales que llevaran al hambre y a la desesperación a poblaciones enteras. No se puede pretender que las deudas contraídas sean pagadas con sacrificios insoportables. En estos casos es necesario —como, por lo demás, está ocurriendo en parte— encontrar modalidades de reducción, dilación o extinción de la deuda, compatibles con el derecho fundamental de los pueblos a la subsistencia y al progreso” (Centesimus Annus, § 35).
A continuación ofrecemos el discurso completo del Santo Padre:
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Discurso del Papa
Buenas tardes. Quiero expresarles mi gratitud por este encuentro. Aprovechemos este nuevo inicio del año para construir puentes, puentes que favorezcan el desarrollo de una mirada solidaria desde los bancos, las finanzas, los gobiernos y las decisiones económicas. Necesitamos de muchas voces capaces de pensar, desde una perspectiva poliédrica, las diversas dimensiones de un problema global que afecta a nuestros pueblos y a nuestras democracias.
Quisiera comenzar con un dato de hecho. El mundo es rico y, sin embargo, los pobres aumentan a nuestro alrededor. Según informes oficiales el ingreso mundial de este año será de casi 12,000 dólares por cápita. Sin embargo, cientos de millones de personas aún están sumidas en la pobreza extrema y carecen de alimentos, vivienda, atención médica, escuelas, electricidad, agua potable y servicios de saneamiento adecuados e indispensables. Se calcula que aproximadamente cinco millones de niños menores de 5 años este año morirán a causa de la pobreza. Otros 260 millones carecerán de educación debido a falta de recursos, las guerras y las migraciones.
Esta situación ha propiciado que millones de personas sean víctimas de la trata y de las nuevas formas de esclavitud, como el trabajo forzado, la prostitución y el tráfico de órganos. No cuentan con ningún derecho y garantías; ni siquiera pueden disfrutar de la amistad o de la familia.
Estas realidades no deben ser motivo de desesperación, sino de acción.
El principal mensaje de esperanza que quiero compartir con Ustedes es precisamente éste: se trata de problemas solucionables y no de ausencia de recursos. No existe un determinismo que nos condene a la inequidad universal. Permítanme repetirlo: no estamos condenados a la inequidad universal. Esto posibilita una nueva forma de asumir los acontecimientos, que permite encontrar y generar respuestas creativas ante el evitable sufrimiento de tantos inocentes; lo cual implica aceptar que, en no pocas situaciones, nos enfrentamos a falta de voluntad y decisión para cambiar las cosas y principalmente las prioridades. Se nos pide capacidad para dejarnos interpelar y dejar caer las escamas de los ojos y ver con una nueva luz estas realidades.
Un mundo rico y una economía vibrante pueden y deben acabar con la pobreza. Se pueden generar y estimular dinámicas capaces de incluir, alimentar, curar y vestir a los últimos de la sociedad en vez de excluirlos. Debemos elegir qué y a quién priorizar: si propiciamos mecanismos socio-económicos humanizantes para toda la sociedad o, por el contrario, fomentamos un sistema que termina por justificar determinadas prácticas que lo único que logran es aumentar el nivel de injusticia y de violencia social. El nivel de riqueza y de técnica acumulado por la humanidad, así como la importancia y el valor que han adquirido los derechos humanos, ya no permite excusas. Nos toca ser conscientes de que todos somos responsables.
Si existe la pobreza extrema en medio de la riqueza (también extrema) es porque hemos permitido que la brecha se amplíe hasta convertirse en la mayor de la historia. Las 50 personas más ricas del mundo tienen un patrimonio equivalente a 2,2 billones de dólares. Esas cincuenta personas por sí solas podrían financiar la atención médica y la educación de cada niño pobre en el mundo, ya sea a través de impuestos, iniciativas filantrópicas o ambos. Esas cincuenta personas podrían salvar millones de vidas cada año.
A la globalización de la indiferencia la he llamado “inacción”. San Juan Pablo II la llamó: estructuras del pecado. Tales estructuras encuentran una atmósfera propicia para su expansión cada vez que el Bien Común viene reducido o limitado a determinados sectores o, en el caso que nos convoca, cuando la economía y las finanzas se vuelven un fin en sí mismas. Es la idolatría del dinero, la codicia y la especulación. Y esta realidad sumada ahora al vértigo tecnológico exponencial, que incrementa a pasos jamás vistos la velocidad de las transacciones y la posibilidad de producir ganancias concentradas sin que estén ligadas a los procesos productivos ni a la economía real.
Aristóteles celebra la invención de la moneda y su uso, pero condena firmemente la especulación financiera porque en ésta “el dinero mismo se convierte en productivo, perdiendo su verdadera finalidad que es la de facilitar el comercio y la producción” (Política, I, 10, 1258 b).
De manera similar y siguiendo la razón iluminada por la fe, la doctrina social de la Iglesia celebra las formas de gobierno y los bancos —muchas veces creados a su amparo— cuando cumplen con su finalidad, que es, en definitiva, buscar el bien común, la justicia social, la paz, como asimismo el desarrollo integral de cada individuo, de cada comunidad humana y de todas las personas. Sin embargo, la Iglesia advierte que estas benéficas instituciones, tanto públicas como privadas, pueden decaer en estructuras de pecado.
Las estructuras de pecado hoy incluyen repetidos recortes de impuestos para las personas más ricas, justificados muchas veces en nombre de la inversión y desarrollo; paraísos fiscales para las ganancias privadas y corporativas, y la posibilidad de corrupción por parte de algunas de las empresas más grandes del mundo, no pocas veces en sintonía con el sector político gobernante.
Cada año cientos de miles de millones de dólares, que deberían pagarse en impuestos para financiar la atención médica y la educación, se acumulan en cuentas de paraísos fiscales impidiendo así la posibilidad del desarrollo digno y sostenido de todos los actores sociales.
Las personas empobrecidas en países muy endeudados soportan cargas impositivas abrumadoras y recortes en los servicios sociales, a medida que sus gobiernos pagan deudas contraídas insensible e insosteniblemente. De hecho, la deuda pública contraída, en no pocos casos para impulsar y alentar el desarrollo económico y productivo de un país, puede constituirse en un factor que daña y perjudica el tejido social.
Así como existe una co-irresponsabilidad en cuanto a este daño provocado a la economía y a la sociedad, también existe una co-responsabilidad inspiradora y esperanzadora para crear un clima de fraternidad y de renovada confianza que abrace en conjunto la búsqueda de soluciones innovadoras y humanizantes.
Es bueno recordar que no existe una ley mágica o invisible que nos condene al congelamiento o a la parálisis frente a la injusticia. Y menos aún existe una racionalidad económica que suponga que la persona humana es simplemente una acumuladora de beneficios individuales ajenos a su condición de ser social.
Las exigencias morales de San Juan Pablo II en 1991 resultan asombrosamente actuales hoy: “Es ciertamente justo el principio de que las deudas deben ser pagadas. No es lícito, en cambio, exigir o pretender su pago cuando éste vendría a imponer de hecho opciones políticas tales que llevaran al hambre y a la desesperación a poblaciones enteras. No se puede pretender que las deudas contraídas sean pagadas con sacrificios insoportables. En estos casos es necesario —como, por lo demás, está ocurriendo en parte— encontrar modalidades de reducción, dilación o extinción de la deuda, compatibles con el derecho fundamental de los pueblos a la subsistencia y al progreso” (Centesimus Annus, § 35).
De hecho, los Objetivos del Desarrollo Sostenible aprobados por unanimidad por todas la naciones también reconocen este punto, y exhortan a todas los pueblos a «ayudar a los países en desarrollo a lograr la sostenibilidad de la deuda a largo plazo a través de políticas coordinadas destinadas a fomentar el financiamiento de la deuda, el alivio de la deuda y la reestructuración de la deuda, según corresponda, y abordar el problema externo deuda de los países pobres muy endeudados para reducir la angustia de la deuda» (ODS 17.4).
En esto deben consistir las nuevas formas de solidaridad que hoy nos convocan, si se piensa en el mundo de los bancos y las finanzas: en la ayuda para el desarrollo de los pueblos postergados y la nivelación entre los países que gozan de un determinado estándar y nivel de desarrollo con aquellos imposibilitados a garantizar los mínimos necesarios a sus poblaciones. Solidaridad y economía para la unión, no para la división con la sana y clara conciencia de la co-responsabilidad.
Prácticamente de aquí es necesario afirmar que la mayor estructura de pecado es la misma industria de la guerra, ya que es dinero y tiempo al servicio de la división y de la muerte. El mundo pierde cada año billones de dólares en armamentos y violencia, sumas que terminarían con la pobreza y el analfabetismo si se pudieran redirigir. Verdaderamente, Isaías habló en nombre de Dios para toda la humanidad cuando previó el día del Señor en que “con las espadas forjarán arados y con sus lanzas podaderas” (Is, 2,4). ¡Sigámoslo!
Hace más de setenta años, la Declaración Universal de Derechos Humanos de las Naciones Unidas comprometió a todos sus Estados Miembros a cuidar de los pobres en su tierra y hogar y en todo el mundo, es decir, en la casa común. Los gobiernos reconocieron que la protección social, los ingresos básicos, la atención médica para todos y la educación universal eran inherentes a la dignidad humana fundamental y, por lo tanto, a los derechos humanos fundamentales.
Estos derechos económicos y un entorno seguro para todos son la medida más básica de la solidaridad humana. Y la buena noticia es que mientras que en 1948 estos objetivos no estaban al alcance inmediato, hoy, con un mundo mucho más desarrollado e interconectado, sí lo están.
Ustedes, que tan amablemente se han reunido aquí, son los líderes financieros y especialistas económicos del mundo. Junto con sus colegas, ayudan a establecer las reglas impositivas globales, informar al público global sobre nuestra condición económica y asesorar a los gobiernos del mundo sobre los presupuestos. Conocen de primera mano cuales son las injusticias de nuestra economía global actual.
Trabajemos juntos para terminar con estas injusticias. Cuando los organismos multilaterales de crédito asesoren a las diferentes naciones, resulta importante tener en cuenta los conceptos elevados de la justicia fiscal, los presupuestos públicos responsables en su endeudamiento y, sobre todo, la promoción efectiva y protagónica de los mas pobres en el entramado social. Recuérdenles su responsabilidad de proporcionar asistencia para el desarrollo a las naciones empobrecidas y alivio de la deuda para las naciones muy endeudadas. Recuérdenles el imperativo de detener el cambio climático provocado por el hombre, como lo han prometido todas las naciones, para que no destruyamos las bases de nuestra Casa Común.
Una nueva ética supone ser conscientes de la necesidad de que todos se comprometan a trabajar juntos para cerrar las guaridas fiscales, evitar las evasiones y el lavado de dinero que le roban a la sociedad, como también para decir a las naciones la importancia de defender la justicia y el bien común sobre los intereses de las empresas y multinacionales más poderosas (que terminan por asfixiar e impedir la producción local). El tiempo presente exige y reclama dar el paso de una lógica insular y antagónica como único mecanismo autorizado para la solución a los conflictos, a otra capaz de promover la interconexión que propicia una cultura del encuentro, donde se renueven las bases sólidas de una nueva arquitectura financiera internacional.
En este contexto donde el desarrollo de algunos sectores sociales y financieros alcanzó niveles nunca antes vistos, qué importante es recordar las palabras de San Lucas: “Al que mucho se le da, se le exigirá mucho” (Lc 12, 39 ss.). Qué inspirador es escuchar a San Ambrosio, quien piensa con el Evangelio: “ Tú [rico] no das de lo tuyo al pobre [cuando haces caridad] sino que le estás entregando lo que es suyo. Pues, la propiedad común dada en uso para todos, la estás usando tu solo” (Naboth, 12, 53). Este es el principio del destino universal de los bienes, la base de la justicia económica y social, como también del bien común.
Me alegro de vuestra presencia hoy aquí. Celebramos la oportunidad de sabernos co-partícipes en la obra del Señor que puede cambiar el curso de la historia en beneficio de la dignidad de cada persona de hoy y de mañana, especialmente de los excluidos y en beneficio del gran bien de la paz. Nos esforzamos juntos con humildad y sabiduría para servir a la justicia internacional e inter-generacional. Tenemos una esperanza ilimitada en la enseñanza de Jesús de que los pobres en espíritu son bendecidos y felices, porque de ellos es el Reino de los cielos (cfr Mt 5, 3) que comienza ya aquí y ahora.
¡Muchas gracias! No se olviden de rezar por mí. Invoco sobre Ustedes y sus familias, las bendiciones del Señor.
© Librería Editorial Vaticano
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