“Este papa de la cruz en su largo y fecundo pontificado fue ardiente defensor de María y José. Proclamó el dogma de la Inmaculada Concepción y declaró a José patrón de la Iglesia universal. Se ocupó de preservar la unidad eclesial”
Giovanni María Mastai-Ferretti fue el noveno hijo de los condes Girolamo Mastai y Caterina Solazzi, y nació el 13 de mayo de 1792 en Senigallia, Marca de Ancona, Italia. La epilepsia puso freno a sus estudios durante unos años, hasta que en 1815, después de peregrinar a Loreto, desapareció la enfermedad. Previamente, y como su padre tenía el deseo de que formara parte de la Guardia Noble del papa, para complacerlo había presentado su solicitud, petición que le fue denegada al tener constancia de su enfermedad. No le importó. Lo que realmente quería era ser sacerdote, de modo que libre de la epilepsia pudo seguir la carrera eclesiástica, y en 1819 fue ordenado.
Ofició su primera misa en la iglesia de Santa Ana, colindante a un centro para jóvenes sin hogar, Tata Giovanni, donde iba a realizar una fecunda labor apostólica hasta 1823, ya que fue designado director del hospicio por el papa Pío VII. Además, el pontífice lo eligió también para una delicada misión: ser auditor del delegado apostólico ante Chile, monseñor Muzi, y de Perú. Su labor apostólica se polarizaba en la acción caritativa con los pobres y las sucesivas tareas pastorales de orden diverso que le fueron encomendando. Fue canónigo de Santa María en Via Lata, dirigió el gran hospital San Michele, fue arzobispo de Spoleto, cardenal presbítero titular de la iglesia de Santi Pietro e Marcellino, entre otras responsabilidades que le confiaron. Gran diplomático y estratega, logró que miles de desertores del ejército australiano depusieran las armas y que, al entregarse, les fuese condonada la pena por las autoridades.
Fue elegido pontífice el 16 de junio de 1846. Era el sucesor de Gregorio XVI. Se le ha denominado el “papa de la cruz”. No en vano, su largo pontificado, que duró 32 años, transcurrió en una época histórica convulsa; la masonería internacional tenía en el punto de mira a la Iglesia. Luchas entre facciones políticas desencadenaron ataques y saqueos en iglesias italianas. La República Romana, proclamada por Giuseppe Mazzini, Carlo Armellini y Aurelio Saffi, se fue a pique gracias a la intervención de las tropas francesas. Y el papa, que tuvo que refugiarse en Gaeta, regresó a Roma. Había sido acogido con esperanza por su carácter abierto, pero se negó a claudicar ante las exigencias del poder laico y también se opuso frontalmente contra la masonería.
En 1854 proclamó el dogma de la Inmaculada Concepción, hito histórico eclesial de gran relevancia. En 1864 promulgó la encíclica “Quanta cura”. El anexo “Sillabus” inserto en ella es una lista de enseñanzas prohibidas, con la que la Iglesia condenaba los errores del momento, así como conceptos liberales e iluministas. Como causas de los males que abatían a la Iglesia y a la sociedad de su tiempo, el clarividente pontífice apuntó al ateismo y al cientismo del siglo XVII, postulado por la masonería y exaltado por la Revolución Francesa. Atacado por los masones, permaneció incólume en la defensa de la verdad proclamada por Cristo, y prosiguió impulsando la unidad de la Iglesia. Designó a san José, Patrono de la Iglesia Universal, dio gran importancia a la espiritualidad popular, reconoció las apariciones de María en La Salette y en Lourdes, convocó el Concilio Vaticano I (1869-70), y dentro del mismo promulgó el dogma de la infalibilidad papal.
Cuando en 1870 fue tomada Roma por facciones piamontesas, se recluyó en el Vaticano. Pero nada podía terminar con la Iglesia y así lo lanzó a los cuatro vientos, diciendo: “Ninguna cosa es más fuerte que la Iglesia. La Iglesia es más fuerte que el mismo cielo, pues está la palabra de Jesús: El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán”. Su amor sin reservas por la Iglesia, la vivencia de la caridad, la fidelidad al sacerdocio y la tutela de los misioneros fueron las pasiones de este gran pontífice. Además, tuvo un sentido del humor extraordinario. Anecdóticamente se recuerda que cuando la anestesia de una operación no fue lo suficientemente efectiva, no se quejó. Pero al final, mientras agradecía al cirujano su labor, le dijo: “Es usted un astrónomo formidable. Me ha hecho usted ver más estrellas que el director”. Sencillo y cercano, gozó del cariño de las gentes. Murió el 7 de febrero de 1878.
El beato José Baldo sintetizó su vida aseverando: “Dirá la historia que todo el mundo tuvo los ojos clavados en Pío IX. Dirá que tuvo la fuerza del león y al mismo tiempo la amabilidad, la ternura y la suavidad de una madre”. Su causa de beatificación ha sido larga y compleja. Fue abierta por Pío X el 11 de febrero de 1907. El 7 de diciembre de 1954 Pío XII tomó el relevo de su predecesor y volvió a ocuparse del proceso. Con posterioridad, Pablo VI le dio un importante impulso. En 1986 la causa quedó clausurada tras el milagro de la inexplicable curación de una religiosa. Finalmente, Juan Pablo II lo beatificó el 3 de septiembre de 2000.
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