San Pedro de San José Betancur, 25 de abril

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“Este insigne apóstol de América central, sabio en misericordia, se ocupó especialmente de los desheredados, aunque derramó su caridad sobre todos. Un hombre de tanta ternura en su trato que fue denominado madre de Guatemala

El humilde “Hermano Pedro”, gran apóstol de América central, nació en Vilaflor, Tenerife, Islas Canarias, España, el 21 de marzo de 1626, en el seno de una familia dedicada al pastoreo y a la agricultura. Tuvo cinco hermanos que, como él, recibieron de sus padres la preciada herencia de la fe. De niño hincaba el cayado en el suelo con la idea de que le sirviera como reloj de sol; de ese modo podía controlar los momentos en los que debía abstenerse de comer y beber a fin de guardar el ayuno eucarístico. Ya entonces hacía penitencia y oraba de rodillas con los brazos en cruz, alabando a Dios, sin medir el tiempo. Al perder a su padre se ocupó de gestionar el modesto patrimonio que poseían. Un pariente suyo, fray Luis, trajo noticias de las misiones y de la labor evangelizadora que se llevaba a cabo allende los mares. Pedro sintió grandes ansias de partir allí. No eran los planes de su madre, que soñaba en su matrimonio, pero su inclinación era servir a la Iglesia. Con todo, sometió a Dios su voluntad.

Tenía una tía a la que calificaba como “mujer de Iglesia”, y habiendo tomado un tiempo para orar quiso conocer su parecer. Ella le señaló las Indias: “Debes salir al encuentro de Dios, como Pedro sobre las aguas”. Poco tiempo después, otro anciano venerable ratificó este juicio. Pedro partió a La Habana donde llegó con 23 años. Trabajó como tejedor, pero no identificaba el lugar en el que habría de llevar a cabo su misión y se trasladó a Honduras. Al oír hablar de Guatemala tuvo la certeza de que era su destino.

Entró en Santiago de los Caballeros de Guatemala, la antigua capital, el 18 febrero de 1651, rezando la Salve Regina. Ese día tembló la tierra y fueron incontables los damnificados. Él mismo, agotado, cayó enfermo y fue ingresado en hospital real de Santiago. Solo, sin referencias, ni medios, tuvo ocasión de convivir con los pobres y abandonados, muchos de ellos indios y negros. Cuando sanó, entró en contacto con los terciarios franciscanos. Las buenas amistades que iba amasando le prestaban libros piadosos. Aprendió a leer y a escribir. Y a finales de 1653 ingresó en la Congregación mariana de los jesuitas y se hizo hermano de la cuerda de San Francisco. Al año siguiente se unió a la hermandad de la Virgen del Carmen.

Ya tenía 27 años y acariciaba el sueño de ser sacerdote, pero el latín se le resistía. Tras diversas peripecias desistió de este anhelo y se fue a Petapa. En la ermita de los dominicos rezó ante la imagen de la Virgen del Rosario. Salió con dos ideas claras. Una, olvidarse del tema del sacerdocio. Otra, que debía regresar a Guatemala. Su confesor, el padre Espino, le sugirió que viviese en el Calvario. Y el 8 de julio de 1656 fue recibido en la Orden Tercera franciscana. Le vetaron ciertas penitencias que quiso realizar con afán de mortificación, y se sometió humildemente al juicio de sus superiores: “Más vale el gordo alegre, humilde y obediente, que el flaco triste, soberbio y penitente”, decía. Alguien le preguntó qué es orar, y respondió: “estar en la presencia de Dios” […}. “Estarse todo el día y la noche alabando a Dios, amando a Dios, obrando por Dios, comunicando con Dios”. Una vez, viéndole a pleno sol, quisieron saber por qué no se cubría. En su réplica estaba la clave: su familiaridad con las Personas Divinas: “Bien está sin sombrero quien está en la presencia de Dios”.

Le encomendaron la tutela de la ermita del Calvario, cercana al convento, y fue su sacristán. En 1658, de la nada, confiando en la Providencia, abrió la “casita de la Virgen” que puso bajo el amparo de Santa María de Belén. Rememoraba con ella el modesto lugar donde Cristo nació. Allí inició una labor asistencial impregnada de misericordia. Las humildes moradas de los pobres, las cárceles y los hospitales comenzaron a sentir el influjo de la presencia de este gran apóstol. Se ocupó de los emigrantes que se hallaban sin trabajo, así como de los numerosos adolescentes que vagaban sin rumbo fijo y sin instrucción, cebo predilecto para desaprensivos, abocados a toda clase de males. Eran blancos, mestizos y negros. Los peligros no distinguen el color; acechan a cualquiera. De modo que pensando en tantos desheredados, puso en marcha una primera fundación para acogerlos. La formación humana y espiritual que les proporcionó seguía una línea pedagógica novedosa que continúa llamando la atención.

Pedro no se conformó con esta acción apostólica. Construyó una escuela, una enfermería, un hospital para convalecientes, un oratorio y una posada para estudiantes universitarios y clérigos que iban de paso, dos colectivos a los que les venía bien hallar alojamiento económico y seguro. La Eucaristía, la Pasión y el Nacimiento de Belén eran, junto a la oración, pilares de su vida. Perseguía, sobre todo, yacer oculto en Dios y desde esta centralidad suplicaba la conversión de los pecadores. Solía buscarlos por las calles de noche y de día con un mensaje transparente y directo: “Acordaos, hermanos, que un alma tenemos y, si la perdemos, no la recobramos”.

En 1665 el obispo le permitió llamarse Pedro de San José. Era tanta su virtud que poco a poco se fueron uniendo al proyecto otros terciarios. Le ayudaban y compartían con él la penitencia y la oración. Viendo que este vínculo establecido en su derredor había dado lugar a una vida comunitaria, escribió unas reglas que no solo les comprometían a ellos sino también a las mujeres encargadas de la educación de los niños. Así florecieron las órdenes de los bethlemitas y de las bethlemitas, reconocidas por la Santa Sede en 1673. Los ciudadanos guatemaltecos denominaron a Pedro: «Madre de Guatemala». Eso da idea de la impresión de tutela en todos los ámbitos que había ejercido con ellos con su admirable caridad. Murió el 25 de abril de 1667 debido a una bronconeumonía que atacó a su organismo debilitado por las mortificaciones y los ayunos. Apenas contaba con 41 años. Uno de sus biógrafos lo ha calificado como “sabio en misericordia”. Juan Pablo II lo beatificó el 22 de junio de 1980, y lo canonizó el 30 de julio de 2002.

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