Beato Gennaro María Sarnelli – 30 de junio

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(ZENIT – Madrid).- Esta alma gemela de san Alfonso María de Ligorio, desde que se encontraron en el camino persiguiendo juntos el mismo ideal, cuando aguardaba ser liberado de este mundo para volar al cielo prometido, manifestó: «La criatura vuelve ya al Creador, el hijo al Padre. Si te place, deseo ir a verte cara a cara; pero no quiero ni morir ni vivir, quiero sólo lo que tú quieres. Tú sabes que cuanto he hecho, cuanto he pensado, todo ha sido para tu gloria». Vivió tan desembarazado de sí, volcado incansablemente en remediar las turbias jornadas de los oprimidos, dedicando especial atención a las mujeres inmersas en la sordidez de los bajos fondos, tan ajeno a los riesgos que corría, y con tal afán por llegar a tiempo, que su salud se desplomó irremisiblemente cuando tenía 42 años.

Nació en Nápoles, Italia, el 12 de septiembre de 1702. Su padre Angelo Sarnelli era un prestigioso jurista napolitano, sagaz para los negocios con los que obtuvo el título nobiliario de barón de Ciorani, localidad en la que Gennaro pasó algunas temporadas. Era el cuarto de ocho hermanos. En su adolescencia un hecho marcó el ritmo que iba a seguir su vida: la beatificación de Francisco de Regis ya que, impactado por ella, decidió hacerse jesuita. Dos circunstancias indujeron a su padre a negarle el permiso: su endeble organismo y la edad. Tenía 14 años y su padre juzgaba que debía centrarse en los estudios; después, podría reconsiderar su decisión. Aceptó su consejo y, siguiendo la tradición familiar, cursó leyes.

Después de doctorarse en 1722, ejerció la abogacía durante unos años. Sin relegar al olvido la fe, meditaba y seguía yendo a misa en la que diariamente recibía la Eucaristía, de la que era devoto. Se integró en una congregación formada por abogados y médicos regida por los Píos Operarios, una de cuyas acciones apostólicas se desarrollaban en el hospital de Incurables. Otro ilustre jurista, que iba a ser una de las glorias de la Iglesia y fundador suyo, Alfonso María de Ligorio, había tenido la misma idea. Y en este centro se conocieron entablando una entrañable amistad que se iría consolidando a su tiempo con nuevos y profundos lazos. La llamada al sacerdocio se tornó apremiante para Gennaro. Tan perentoria llegó a sentirla, que en 1728 ingresó en el seminario. El arzobispo de Nápoles, cardenal Pignatelli, lo destinó a la parroquia de Sant’Anna di Palazzo.

No hallaba el sosiego necesario para el estudio en su domicilio, y se trasladó al colegio de la Santa Familia (denominado también de los Chinos), donde permaneció hasta abril de 1729. Alfonso, residente del mismo, lo había dejado antes que él para instituir su fundación. En junio de ese año el beato ingresó en la sociedad de las Misiones Apostólicas, asociación de sacerdotes napolitanos que estaban bajo la autoridad del arzobispo; tenían como objetivo primordial atender las zonas marginales de la diócesis. Empleó gran parte de su tiempo en esta tarea misionera y solidaria. Visitaba a los que se hallaban ingresados en el hospital, a los ancianos del geriátrico de san Gennaro y a los marineros enfermos en el hospital del puerto. También impartía catequesis a los niños obligados a ganarse el sustento como obreros.

Alfonso había fundado su Orden en Scala el año 1732, el mismo en el que Gennaro se ordenó sacerdote. El cardenal Pignatelli puso al beato al frente de la formación religiosa en la parroquia de los santos Francisco y Mateo. El lugar en el que estaba ubicada era un auténtico lupanar donde muchas jóvenes eran vilmente explotadas en malsanos tugurios. Y se dedicó a luchar contra esta antigua lacra social. Cuando en 1733 las críticas se cebaron en el fundador de los redentoristas, Gennaro se unió a él y le ayudó en Ravello. Así inició su colaboración. La forma de apostolado que impulsaba Alfonso despertó su interés. Ambos unieron sus fuerzas catequizando a laicos y promoviendo acciones apostólicas realizadas al caer la tarde en las denominadas «capillas del atardecer». Poco después Gennaro se convirtió en redentorista, pero nunca dejó de ser miembro de las Misiones Apostólicas.

Idealista, soñador, altamente creativo, llegó con un sinfín de proyectos y trabajó junto al fundador sin desfallecer, mostrando la urgencia apostólica que le animaba. Predicó misiones por la provincias de Calabria y de los Abruzzos. Vivía en un constante estado de oración, por eso pudo escribir por experiencia: «Dios está más cerca de nosotros que nosotros mismos». Seguía preocupado por el destino de las prostitutas y escribió Ragioni cattoliche pensando en el peligro que corrían numerosas jóvenes.

Extenuado por tanto esfuerzo, hubo un momento en que su salud decayó seriamente, y autorizado por Alfonso regresó a Nápoles a fin de restablecerse. Se trasladó a Scala. Luego volvió nuevamente a Nápoles. Allí siguió luchando para devolver la dignidad a las mujeres descarriadas, al punto de suscitar la atención de las autoridades. Paralelamente escribía con exclusiva finalidad espiritual, evangelizadora. Su legado se compone de una treintena de obras dedicadas a la meditación, dirección espiritual, teología mística, derecho, pedagogía, moral y temas pastorales. Hasta su muerte solía viajar periódicamente desde Roma a Nápoles, donde seguía ejerciendo la labor catequética misionera, sin descuidar su apostolado en pro de la mujer; ello le impuso permanecer en la ciudad para atenderlas convenientemente. Lo denominaban «el misionero santo».

La intensidad de su entrega consumió sus escasas fuerzas. En junio de 1744 se hallaba muy enfermo, y se alojó en la casa de su hermano Domenico, en Nápoles. Cuando Alfonso tuvo noticias de su gravedad, inmediatamente le envió dos redentoristas para que le asistieran. Y el 30 de junio de ese año entregó su alma a Dios. Humilde y desprendido hasta el final, había pedido al religioso que le acompañaba: «Hermano, prepare los vestidos más viejos para amortajarme, a fin de que no se pierdan los mejores conmigo». Juan Pablo II lo beatificó el 12 de mayo de 1996.

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