(zenit – 1 nov. 2020).- En este día de la Solemnidad de Todos los Santos, D. Alejandro Vázquez- Dodero, sacerdote y capellán del colegio Tajamar en Madrid, España, ofrece un artículo en el que explica el origen y sentido de esta celebración de la Iglesia.
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El primer día de noviembre celebramos la denominada “Iglesia triunfante”, proponiéndose a los fieles el ejemplo de los santos, o sea el de aquellas almas que nos han precedido y que han llegado a la meta, el Cielo. Llegar al Cielo significa gozar de la visión beatífica en la presencia de Dios por toda la eternidad.
La Iglesia Católica de rito latino celebra esta fiesta –elevada a rango de solemnidad– el 1 de noviembre, y la ortodoxa y la católica de rito bizantino el primer domingo de Pentecostés.
Se nos anima a acudir a los santos ese día especialmente para pedirles que intercedan por nosotros ante Dios y podamos así alcanzar la misma santidad, salvando el alma, mereciendo el Cielo.
A lo largo del año litúrgico se celebran santos “oficialmente proclamados”, beatificados o canonizados. El 1 de noviembre se conmemora a todas aquellas almas anónimas que han alcanzado la santidad pero que no han sido beatificadas o canonizadas por la Iglesia.
Se celebra a esos santos desconocidos, santos de lo sencillo y ordinario, que con una vida que pasó desapercibida a los ojos del mundo –o al menos no dejaron rastro oficial de su santidad– llegaron a colmar esa aspiración de toda alma: el encuentro con Dios al final de sus días aquí en la Tierra.
Es frecuente que este día las grandes catedrales exhiban las reliquias de los santos canonizados, para ayudar ese día a los fieles en la piedad y devoción a aquellos otros desconocidos.
Origen de la festividad, distinción frente a Halloween
El origen de la fiesta de Todos los Santos se halla vinculado al templo del Panteón en Roma. Esa edificación se usó en un principio para dar culto a los dioses romanos, pero a principios del siglo VII el emperador lo donó al papa Bonifacio IV, y pasó a ser una iglesia católica. En el siglo IX fueron trasladados a su interior los cuerpos de varios mártires, y desde entonces se denominaría Santa María ad Martyres.
Muchas festividades comienzan su celebración el día anterior por la noche –por aquello de que las fiestas se conocen por sus vísperas– y en este caso el 31 de octubre. En inglés sería All Hallow’s Eve, la víspera de Todos los Santos. Su pronunciación fue cambiando con los años hasta la que conocemos en nuestros días Halloween. Esa celebración nada tiene que ver hoy día con la de todos los santos del 1 de noviembre; aunque, como se puede comprobar, están relacionadas en su origen.
La antigua costumbre anglosajona de Halloween consiste en creer en la reencarnación del alma inmortal, que la víspera del 1 de noviembre debe volver al hogar del anterior huésped de esa alma. Tal celebración ha robado su estricto sentido religioso a esa víspera, para celebrar en su lugar “la noche del terror, de las brujas y los fantasmas”. Halloween marca un retorno al antiguo paganismo.
Entonces, ¿la santidad es para todos?
La llamada a la santidad, o sea la invitación a salvar el alma y llegar el Cielo, es para todos, es universal. Ser santo no es más que salvar el alma de las penas del infierno. Y llegar al Cielo significa colmar la perfección de la vida cristiana, y unirse íntimamente con Cristo, y en Él con la Trinidad Santísima.
El Concilio Vaticano II recordó de nuevo a los cristianos la llamada universal a la santidad que hizo el Señor: todos hemos sido llamados a la santidad, a la identificación con Cristo y a una divinización progresiva bajo la acción de la gracia, para llegar a la plenitud de la vida cristiana, “a la medida de la plenitud de Cristo”. Así lo recuerda san Pablo a los Efesios en su carta (4, 13).
En concreto fue la constitución dogmática Lumen Gentium del Concilio Vaticano II –Cap. V, nn. 41 y 42– la que desarrolló la llamada universal a la santidad, mensaje que el Opus Dei difunde en esencia. La santidad está al alcance del hombre de la calle. Idea ésta de raíces evangélicas, que encuentra su mejor ejemplo en la vida de los primeros cristianos. Es un mensaje “viejo como el Evangelio, y como el Evangelio nuevo”, en palabras de san Josemaría Escrivá de Balaguer (cfr. Carta, 9-I-1932, n. 91).
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