Saludo del Papa Francisco en la Procatedral de Santa María en Dublín

Sistema de Información del Vaticano

Dublín, 25 Ago. 18 (ACI Prensa).-
En la tarde del sábado, el Papa Francisco continuó con su visita a Irlanda con motivo del Encuentro Mundial de las Familias que se celebra en Dublín y que concluirá el domingo con la Misa presidida por él.

La Procatedral de Santa María fue otro de los lugares a los que acudió Francisco, en esta ocasión para rezar ante los restos mortales del venerable Matt Talbot, un obrero y laico católico muy querido en el país que murió en 1925.

A su llegada, el Pontífice recibió de manos de un matrimonio joven un ramo de flores que poco después colocó en el altar de la capilla, donde desde febrero de 2011 hay una vela encendida en memoria de las víctimas de los abusos.

Después, un matrimonio de ancianos que acaban de celebrar sus 50 años de casados ofreció su matrimonio, y otros dos matrimonios jóvenes le hicieron unas preguntas.

A continuación, el saludo del Papa Francisco:

Queridos amigos:

Me alegro de poder encontraros en esta histórica pro-catedral de Santa María, que durante estos años ha visto innumerables celebraciones del sacramento del matrimonio. Cuánto amor se ha manifestado, cuántas gracias se han recibido en este sagrado lugar. Agradezco al arzobispo Martin su cordial bienvenida. Estoy particularmente contento de estar con vosotros, parejas de novios y esposos que os encontráis en distintas fases del itinerario del amor sacramental.

De modo especial, agradezco el testimonio de Vincent y Teresa, que nos han hablado de su experiencia de 50 años de matrimonio y de vida familiar. Gracias por las palabras de ánimo como también por los desafíos que habéis expuesto a las nuevas generaciones de recién casados y de novios, no solo de aquí, en Irlanda, sino del mundo entero. Es muy importante escuchar a los ancianos, a los abuelos. Tenemos mucho que aprender de vuestra experiencia de vida matrimonial sostenida cada día por la gracia del sacramento. Creciendo juntos en esta comunidad de vida y de amor, habéis experimentado muchas alegrías y, ciertamente, también muchos sufrimientos. Junto con todos los matrimonios que han recorrido un largo trecho en este camino, sois los guardianes de nuestra memoria colectiva. Tenemos siempre necesidad de vuestro testimonio lleno de fe. Es un recurso maravilloso para las jóvenes parejas, que miran al futuro con emoción y esperanza… y puede que con un poquito de inquietud.

¿Habéis discutido mucho? Es parte del matrimonio, el matrimonio donde no se discute es un poco aburrido. Pueden hasta volar los platos, pero el secreto es hacer la paz antes de que termine el día. Y para hacer la paz no es necesario un discurso, basta una caricia y la paz se hace. Si no se hace la paz antes de ir a la cama, la guerra fría del día siguiente es demasiado peligrosa y empieza el rencor.

Agradezco también a las parejas jóvenes que me han dirigido algunas preguntas con franqueza. No es fácil responder a estas preguntas. Denis y Sinead están a punto de embarcarse en un viaje de amor que según el proyecto de Dios lleva consigo un compromiso para toda la vida. Han preguntado cómo pueden ayudar a otros a comprender que el matrimonio no es simplemente una institución sino una vocación, una decisión consciente y para toda la vida, a cuidarse, ayudarse y protegerse mutuamente.

Ciertamente debemos reconocer que hoy no estamos acostumbrados a algo que dure realmente toda la vida. Si siento que tengo hambre o sed, puedo nutrirme, pero mi sensación de estar saciado no dura ni siquiera un día. Si tengo un trabajo, sé que podría perderlo aun contra mi voluntad o que podría verme obligado a elegir otra carrera diferente. Es difícil incluso estar al día en el mundo de hoy, pues todo lo que nos rodea cambia, las personas van y vienen en nuestras vidas, las promesas se hacen, pero con frecuencia no se cumplen o se rompen. Puede que lo que me estáis pidiendo en realidad sea algo todavía más fundamental: “¿No hay nada verdaderamente importante que dure? ¿Ni siquiera el amor?”. Sabemos lo fácil que es hoy caer prisioneros de la cultura de lo provisorio, de lo efímero. Esta cultura ataca las raíces mismas de nuestros procesos de maduración, de nuestro crecimiento en la esperanza y el amor. ¿Cómo podemos experimentar, en esta cultura de lo efímero, lo que es verdaderamente duradero?

Vivimos en una cultura de los provisional. Parece que no hay nada duradero. ¿No hay nada precioso que pueda durar? Existe la tentación de que ese “de toda la vida” se transforme en un “mientras dure el amor”. Si el amor no se hace crecer con el amor, dura poco. En el amor no existe lo provisional. Eso se llama “encantamiento”, pero el amor es definitivo. Es un “yo” y “tú”. Es como decir la “media naranja”. El amor es así: Todo por toda la vida.

Lo que quisiera deciros es esto. Entre todas las formas de la fecundidad humana, el matrimonio es único. Es un amor que da origen a una vida nueva. Implica la responsabilidad mutua en la trasmisión del don divino de la vida y ofrece un ambiente estable en el que la vida nueva puede crecer y florecer. El matrimonio en la Iglesia, es decir el sacramento del matrimonio, participa de modo especial en el misterio del amor eterno de Dios. Cuando un hombre y una mujer cristianos se unen en el vínculo del matrimonio, la gracia del Señor los habilita a prometerse libremente el uno al otro un amor exclusivo y duradero. De ese modo su unión se convierte en signo sacramental de la nueva y eterna alianza entre el Señor y su esposa, la Iglesia. Jesús está siempre presente en medio de ellos. Los sostiene en el curso de la vida, en su recíproca entrega, en la fidelidad y en la unidad indisoluble (cf. Gaudium et spes, 48). Su amor es una roca y un refugio en los tiempos de prueba, pero sobre todo es una fuente de crecimiento constante en un amor puro y para siempre.  Apostad por ello para toda la vida. Arriesgad, porque el matrimonio es un riesgo que vale la pena, para toda la vida. Porque el amor es así.

Sabemos que el amor es lo que Dios sueña para nosotros y para toda la familia humana. Por favor, no lo olvidéis nunca. Dios tiene un sueño para nosotros y nos pide que lo hagamos nuestro. No tengáis miedo de ese sueño. Soñad en grande. Custodiadlo como un tesoro y soñadlo juntos cada día de nuevo. Así, seréis capaces de sosteneros mutuamente con esperanza, con fuerza, y con el perdón en los momentos en los que el camino se hace arduo y resulta difícil recorrerlo. En la Biblia, Dios se compromete a permanecer fiel a su alianza, aun cuando lo entristecemos y nuestro amor se debilita. Él nos dice, escuchad bien: «Nunca te dejaré ni te abandonaré» (Hb 13,5). Como marido y mujer, ungiros mutuamente con estas palabras de promesa, cada día por el resto de vuestras vidas. Y no dejéis nunca de soñar. Siempre repetid en el corazón: ‘no te dejaré, no te abandonaré’.

Stephen y Jordan están recién casados y han preguntado algo muy importante: cómo pueden los padres trasmitir la fe a los hijos. Sé que aquí en Irlanda la Iglesia ha preparado cuidadosamente programas de catequesis para educar en la fe dentro de las escuelas y de las parroquias. Pero el primer y más importante lugar para trasmitir la fe es el hogar, se aprende a creer en cada. A través del sereno y cotidiano ejemplo de los padres que aman al Señor y confían en su palabra. Ahí, en la casa, que podemos llamar «iglesia doméstica», los hijos aprenden el significado de la fidelidad, de la honestidad y del sacrificio. Ven cómo mamá y papá se comportan entre ellos, cómo se cuidan el uno al otro y a los demás, cómo aman a Dios y a la Iglesia. Así los hijos pueden respirar el aire fresco del Evangelio y aprender a comprender, juzgar y actuar en modo coherente con la fe que han heredado. La fe, hermanos y hermanas, se trasmite alrededor de la mesa doméstica, en la conversación ordinaria, a través del lenguaje que solo el amor perseverante sabe hablar. No olvidáis nunca que la fe se transmite en dialecto, dialecto de la casa, dialecto de la vida del hogar, de la vida en familia. Pensad en los siete hermanos de los macabeos como la madre le hablaba en dialecto, es decir, en lo que desde pequeños habían aprendido de dios. Es difícil aprender la fe, se puede, pero es difícil si no ha sido recibida en esa lengua materna, en casa, en dialecto.

Estoy tentado de hablar de una experiencia mía, de niño. Si es útil la cuento. Recuerdo una vez, tendría cinco años, entré a casa, y allí en el comedor papá llegaba del trabajo y en ese momento delante de mí he visto a papá y a mamá besándose. No lo olvido nunca. Hermoso. Cansado del trabajo, pero tuvo la fuerza de expresar el amor a su mujer. Que vuestros hijos os vean así acariciándoos, besándoos, porque así aprenden el dialecto del amor, la fe en este dialecto del amor.

Por tanto, rezad juntos en familia, hablad de cosas buenas y santas, dejad que María nuestra Madre entre en vuestra vida familiar. Celebrad las fiestas cristianas. Vivid en profunda solidaridad con cuantos sufren y están al margen de la sociedad. Otra anécdota. Conocí a una hija que tenía tres hijos. Era un buen matrimonio. Tenían mucha fe. Enseñaban a sus hijos a ayudar a los pobres porque les ayudaban mucho. Una vez la madre estaba almorzando con los hijos. Llaman a la puerta y el más grande va y abre la puerta y dice que es un pobre que pedía comida. Almorzaban una bisteca a la milanesa empanada, son buenísimos. La madre cogió un cuchillo y comenzó a cortar la mitad de cada uno de los hijos. Dijo. A los pobres hay que darle de lo de cada uno, no de lo que sobra. Así les enseñó a dar de lo suyo a los pobres. Esto se puede enseñar en casa cuando hay este amor, este dialecto, cuando se habla de la fe.

Cuando hacéis esto junto con vuestros hijos, sus corazones poco a poco se llenan de amor generoso por los demás. Puede parecer obvio, pero a veces se nos olvida. Vuestros hijos aprenderán a compartir los bienes de la tierra con los demás, si ven que sus padres se preocupan de quien es más pobre o menos afortunado que ellos. En fin, vuestros hijos aprenderán de vosotros el modo de vivir cristiano; vosotros seréis sus primeros maestros en la fe.

Las virtudes y las verdades que el Señor nos enseña no siempre son estimadas por el mundo de hoy, que tiene poca consideración por los débiles, los vulnerables y todos aquellos que considera “improductivos”. El mundo nos dice que seamos fuertes e independientes; que no nos importen los que están solos o tristes, rechazados o enfermos, los no nacidos o los moribundos. Dentro de poco iré privadamente a encontrarme con algunas familias que afrontan desafíos serios y dificultades reales, pero los padres capuchinos les dan amor y ayuda. Nuestro mundo tiene necesidad de una revolución de amor. La atmósfera que vivimos es sobre todo de egoísmo, de intereses personales. Que esta revolución comience desde vosotros y desde vuestras familias.

Hace algunos meses alguien me dijo que estamos perdiendo nuestra capacidad de amar. Estamos olvidando de forma lenta pero inexorablemente el lenguaje directo de una caricia, la fuerza de la ternura. Parece que la palabra “ternura” ha sido eliminada del diccionario. No habrá una revolución de amor sin una revolución de la ternura. Que, con vuestro ejemplo, vuestros hijos puedan ser guiados para que se conviertan en una generación más solícita, amable y rica de fe, para la renovación de la Iglesia y de toda la sociedad irlandesa.

Así vuestro amor, que es un don de Dios, ahondará todavía más sus raíces. Ninguna familia puede crecer si olvida sus propias raíces. Los niños no crecen en el amor si no aprenden a hablar con sus abuelos. Por tanto, dejad que vuestro amor eche raíces profundas. No olvidemos que «lo que el árbol tiene de florido/ vive de lo que tiene sepultado» (F. L. BERNÁRDEZ, soneto Si para recobrar lo recobrado).

Que, junto con el Papa, todas las familias de la Iglesia, representadas esta tarde por parejas ancianas y jóvenes, puedan agradecer a Dios el don de la fe y la gracia del matrimonio cristiano. Por nuestra parte, nos comprometemos con el Señor a trabajar por la venida de su reino de santidad, justicia y paz, con la fidelidad a las promesas que hemos hecho y con la constancia en el amor. A todos vosotros, a vuestras familias y a vuestros seres queridos os imparto mi bendición. Gracias por este encuentro. Ahora les invito a rezar juntos la Oración por el Encuentro de las familias. Les pido que no se olviden de rezar por mí.

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