(zenit – 13 dic. 2020).- El tercer domingo de Adviento se centra en la alegría de la venida del Señor. Así, aunque este tiempo litúrgico sea un período de preparación a través de la conversión penitente del corazón, se nos invita a considerar ante todo que la arribada de Dios a la Tierra es motivo de alegría y acción de gracias.
El color de los ornamentos este día puede ser el rosa en vez del morado, y así se significa el gozo y alegría.
El Nacimiento de Jesús que estamos preparando durante estas semanas de un lado nos muestra sufrimiento: a título de ejemplo basta recordar que la Sagrada Familia no encontraba posada donde poder dar a luz al Salvador, y se tuvo que contentar con un establo sin el mínimo confort deseable para esa ocasión; además, al poco de nacer, el Niño sería perseguido por orden de la autoridad, lo que provocaría que la Sagrada Familia tuviera que huir a Egipto.
La humildad: garantía de felicidad
La liturgia de la palabra de este domingo subraya la felicidad resultante de quien se encuentra cerca del Señor, de ese Jesús que ya está cerca, a punto de nacer.
Las actitudes de María y José son de absoluta cercanía y obediencia al Padre, que había dispuesto que las cosas sucedieran como debían suceder. Siempre atentos a la providencia, en actitud de escucha, para hacer su Voluntad en todo. Muestra de ello será la referida huida a Egipto, susurrada en sueños a José, ante la amenaza de muerte del Niño por parte de Herodes. En definitiva, una actitud humilde de acogimiento de la voluntad de Dios, sin ambages ni condicionamientos.
Jesús, de otro lado, nos anima a estar preparados, porque no sabemos el día ni la hora en que seremos llamados a la presencia de Dios. Eso, lejos de angustiarnos, debe servir de estímulo para vivir precisamente cara a Dios, cuya concreción –verdaderamente asequible– se halla en el servicio y amor al prójimo. O sea, en la actitud humilde de quien se sabe criatura, e hijo –pequeño– de Dios.
Viene al pelo recordar cómo el apóstol Pablo, en su carta a los Corintios, se enorgullece de contar con tantos que se han enriquecido del amor de Dios ya aquí en la Tierra, por el hecho de permanecer fieles a su palabra y obrar el bien.
La alegría de los cercanos a Dios
¿Por qué entonces este domingo nos recuerda la Iglesia a sus hijos que es compatible el sufrimiento, el dolor, la penitencia, con la alegría?
De un lado nos recuerda san Pablo que hay que estar alegres, aunque, como él, nos encontremos “encadenados” –cfr. Flp 1, 28-30– o ligados al pecado.
La alegría, lo sabemos por experiencia, no es cuestión de lograr una vida fácil y sin dificultades, sino más bien una actitud de descubrir siempre y en todo el amor que Dios nos tiene. Aquellos a quienes nos ha regalado la Fe experimentamos que en la medida en que nos comportamos como Dios ha querido –correspondiendo a nuestra naturaleza, sin desdibujarla– somos más felices.
El hombre ha sido creado para ser feliz, y si no fuera así Dios se hubiera ahorrado esa creación. ¿Cómo iba a crear un ser a su imagen y semejanza si no fuera para que alcanzara el máximo de su felicidad? Esa fue la imagen exacta del hombre en el Paraíso, pero, cuando nuestros primeros padres pecaron, su naturaleza –humana– cayó, y desde entonces sólo sería feliz en la medida en que se identificara esforzándose –con sufrimiento en tantas ocasiones– con la voluntad de Dios. Contar con Jesús en esta vida es garantía de felicidad, pues Él llena cualquier asilamiento o vacío interior, o dificultades de cualquier orden.
Son muchos los pasajes del Evangelio en los que la cercanía de Cristo desemboca en esa felicidad: el ángel informa a los pastores –cfr. Lc. 1, 45– que el nacimiento de Jesús supone una gran alegría para la Humanidad, pues Dios se hace uno de nosotros; los Magos se llenan de alegría al descubrir la estrella que les llevará al Niño; Juan el Bautista saltó de gozo en el seno de su madre al sentir la presencia del Señor en el vientre de María; la alegría de varios personajes que se encuentran con Jesús y milagrosamente les cura, entre quienes hay paralíticos, ciegos, y otros enfermos; la alegría del buen ladrón en el momento de su pasión al decirle el Señor que ese mismo día estará con Él en el paraíso; y por último, también a título de ejemplo, el gozo de cuantos fueron enterándose de que el Salvador había resucitado al tercer día de su muerte, según predijo.
Este día, por tanto, nos enseña a estar siempre alegres porque Dios es un padre bueno que nos atiende amorosamente. Y para ello –es cuestión de comprobarlo– se trata tan sólo de hacer un correcto uso de la libertad, y uno es plenamente libre cuando opta por el bien, porque así acierta y conforma su actuación con lo que Dios ha querido para él, porque le quiere feliz. Cueste lo que cueste, porque cuesta, ¡pero Él está siempre ahí!
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