Monseñor Enrique Díaz Díaz: “La puerta del Reino”

Sistema de Información del Vaticano

Isaías 66, 18-21: “Traerán de todos los países a los hermanos de ustedes”

Salmo 116: “Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio”

Hebreos 12, 5-7. 11-13: “El Señor corrige a los que ama”

 San Lucas 13, 22-30:“Vendrán del oriente y del poniente y participarán en el banquete del Reino de Dios”

 

A juzgar por la publicidad, hemos llegado a una época en que todo se consigue fácilmente: se logra tener un cuerpo atlético y esbelto con unas cremas, unos ejercicios fáciles y unas cuantas vitaminas; se anuncian fabulosos productos para limpiar sin ningún esfuerzo; se aprende inglés en quince lecciones en la comodidad de su casa; bastan unas cuantas pastillitas para sanar graves enfermedades; se solucionan los problemas más terribles y la mala suerte si acudimos a un prestigioso curandero; y se obtiene verdadero amor a base de piedritas y colores de ropa. También se ofrece la felicidad eterna si se pertenece a tal o cual religión sin mayor compromiso. Todo fácil, sin esfuerzo; todo externo y superficial. A fuerza de escucharlo, lo vamos asimilando y ya tenemos pavor a un compromiso serio, a un esfuerzo continuo y a una vida interior profunda.

Jesús nos presenta una situación muy diferente. Cuando va camino de Jerusalén, donde será crucificado, donde entregará su vida, nos pone en guardia para no hacernos la ilusión de una religión cómoda y a nuestro modo. A aquellos judíos que preocupados le preguntan sobre el número de los que se salvan, Jesús les responde no sobre el número sino sobre el cómo se salvan. Advierte que la salvación no es algo mecánico que se obtenga automáticamente. No basta para salvarse el hecho de pertenecer a determinado pueblo, a determinada raza o tradición, institución, aunque fuera el pueblo elegido del que proviene el Salvador: “Hemos comido y bebido contigo, y tú has enseñado en nuestras plazas… No sé de dónde son ustedes”, nos dice el relato de Lucas. Quienes hablan y reivindican privilegios son los judíos; pero no podemos ingenuamente pensar que Jesús se refiere exclusivamente a los judíos de su tiempo. Debemos hacer actual el relato de Lucas: estamos ahora en un contexto de Iglesia; aquí oímos a cristianos que presentan el mismo tipo de pretensiones: “Profetizamos en tu nombre, hicimos milagros”, “Te prendimos una veladora”, “Alguna vez asistí a misa”, “Tenemos una tía monja”, pero la respuesta del Señor es la misma: “¡No los conozco, apártense de Mí!”. Salvarse no depende del simple hecho de haber conocido a Jesús o pertenecer a la Iglesia; hace falta más.

El Evangelio presenta dos realidades que dan el sentido del Reino: la verdadera felicidad y comunión son presentadas en torno a una mesa, en la alegría de una cena, en la abundancia de un banquete. La alegría de estar todos juntos nos conduce a participar de un alimento común, a compartir lo que verdaderamente somos. El símbolo del Reino aparece como un banquete, lugar de encuentro y comunión. El banquete es una forma de expresar que el Reino es plenitud, satisfacción, gozo, solidaridad y hermandad. Se nos ofrece, estamos invitados, pero es preciso entrar. Es un regalo que debe ser acogido. Contrario a lo que hoy nos invita nuestro mundo: el egoísmo, el placer solitario, la abundancia individual que deja en pobreza y en miseria a los hermanos. No es una comida rápida, donde se llena el estómago, pero se queda vacío el espíritu porque se ha vivido egoístamente.

Invitación y compromiso, regalo y servicio, son los dos polos entre los cuales se mueve la realidad del Reino. La pertenencia al pueblo de Dios no es un privilegio para nosotros, sino un servicio para los demás. Es una invitación universal. Los “pases” para la entrada a este banquete no son en base a privilegios, sino a la respuesta a la vivencia interior del mensaje de Jesús. La selección en la puerta estrecha del banquete no se hará a base de títulos y apariencias, sino se escogerá a quien haya respondido con sinceridad y haya practicado la justicia. Sólo cuando se ha abierto el corazón a los demás se puede participar plenamente del Reino. Contrario a lo que sucede en nuestros tiempos: unos pocos comen en abundancia y acaparan todos los bienes, mientras millones se quedan fuera comiendo migajas.

Es necesario acoger el mensaje del Reino y vivir sus profundas exigencias de conversión. Jesús se imagina una muchedumbre agolpada frente a una puerta estrecha, pero no se trata de dar codazos, pisar a los otros para entrar. Se requiere un esfuerzo para entrar; pero no consiste en aquel rigorismo estrecho de los fariseos que se queda en la superficialidad: Jesús llama a la radicalidad de una conversión, nos invita a cambiar el corazón y a esforzarnos por vivir una vida nueva, dando primacía absoluta a Dios y a los hermanos. Esta conversión no es teórica, sino una decisión que trastoca nuestro modo de actuar y nos exige una nueva conducta y un modo nuevo de relacionarnos con Dios, con las cosas y con los hermanos.

Quizás en la Iglesia, sin darnos cuenta, hemos provocado una actitud que busca ganar el Reino con un camino seguro de rezos, indulgencias y privilegios. Damos la impresión de ganar mágicamente el cielo. Es hora de regresar a la raíz del Evangelio: aceptación plena de Jesús y de su camino. No basta pertenecer al pueblo de Dios por el Bautismo y hacer unas cuantas prácticas. No basta haber escuchado la Palabra o incluso haberla enseñado; se requiere un testimonio coherente y unas entrañas de misericordia, se requiere dejarnos penetrar por el Espíritu de Jesús y desde nuestro interior transformar toda nuestra vida. Se requiere reconocer a todos los hombres y mujeres como hermanos y compartir la vida, el servicio y los bienes con ellos como lo hizo Jesús.

La puerta para entrar al Reino de los Cielos es el corazón de los pobres. ¿Hemos entrado en su corazón? ¿Han entrado los pobres en nuestro corazón?

Padre bueno, concédenos abrir las puertas de nuestro corazón a nuestros hermanos, compartir los dones que Tú nos has dado y hacer de nuestro mundo un signo fraternal del Reino eterno. Amén

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