En el jueves 2 de noviembre, en la Conmemoración de los fieles difuntos, el Santo Padre celebró la Santa Misa, por primera vez, en el cementerio americano de Nettuno, construido en el año 1944 en memoria de los caídos estadounidenses de todas las operaciones militares que se llevaron a cabo con el fin de liberar a Italia. Son 7861 los caídos, hombres y mujeres, que tienen su eterno descanso en este cementerio o que son allí conmemorados.
A su llegada el Obispo de Roma se detuvo en medio de las lápidas blancas, entre las cuales una de un desconocido, un ítalo americano y un judío, y fue acogido por el Obispo de Albano, S.E. Mons. Marcello Semeraro, la Directora del Cementerio, y los alcaldes de Nettuno y de Anzio.
A la celebración de la Santa Misa seguirá la visita del Romano Pontífice a las Fosas Ardeatinas, un monumento a la barbarie acaecida el 23 de marzo de 1944, cuando Hitler mandó ejecutar como represalia a 10 italianos por cada alemán muerto, a raíz de un ataque del grupo partisano GAP, perpetrándose así la masacre de 335 civiles.
Allí presentes también los miembros de la Asociación nacional de las familias italianas de los mártires caídos por la libertad de la Patria.
Tras el Evangelio, el Papa pronunció una homilía improvisada que transcribimos a continuación:
Todos nosotros estamos hoy reunidos en la esperanza. Cada uno de nosotros, en el propio corazón, puede repetir las palabras de Job que oímos en la primera lectura: « yo sé que mi Redentor vive y que él, el último, se alzará sobre el polvo». La esperanza de reencontrar a Dios, de reencontrarnos todos nosotros como hermanos, esa esperanza no desilusiona. Pablo fue fuerte en esa expresión de la segunda lectura « la esperanza no quedará defraudada».
Pero la esperanza muchas veces nace y hecha sus raíces en tantas llagas humanas, en tantos dolores humanos, y en ese momento de dolor, de herida, de sufrimiento, nos hace mirar al cielo y decir: yo creo que mi Redentor está vivo. Pero deténte Señor. Y esa es la oración que tal vez sale de todos nosotros cuando miramos este cementerio: “estoy seguro Señor que estoy contigo. Estoy seguro”: nosotros decimos esto. “Pero por favor, Señor, detente. No más, nunca más la guerra. Nunca más esta «inútil matanza»”, como dijo Benedicto XV. Mejor esperar sin esta destrucción: jóvenes, miles, miles, miles, y miles… esperanzas rotas, ¡no más Señor! Y esto debemos decirlo hoy, que rezamos por todos los difuntos, pero en este lugar rezamos en modo especial por estos chicos. Hoy, en que el mundo está de nuevo en guerra y se prepara para ir más fuertemente en guerra. No más Señor, no más. Con la guerra se pierde todo.
Me viene a la mente aquella anciana que, mirando las ruinas de Hiroshima con resignación sapiencial, pero con mucho dolor, con esa resignación lamentosa que saben vivir las mujeres, porque es su carisma, decía: “los hombres hacen de todo por declarar y hacer la guerra, y al final, se destruyen a sí mismos”. Ésta es la guerra: la destrucción de nosotros mismos. Seguramente aquella mujer, esa anciana había perdido hijos, y nietos. Sólo tenía la herida en el corazón y las lágrimas. Y si hoy es un día de esperanza, hoy también es un día de lágrimas. Lágrimas como las que sentían y lloraban las mujeres cuando llegaba el correo: “usted señora tiene el honor de que su marido haya sido un héroe de la Patria”; “que sus hijos, sean héroes de la Patria”. Son lágrimas que hoy la humanidad no debe olvidar. Este orgullo de esta humanidad que no ha aprendido la lección y parece que no quiere aprenderla.
Cuando muchas veces en la historia los hombres piensan con hacer una guerra, están convencidos de traer un mundo nuevo, de hacer una “primavera”. Y termina en un invierno, feo, cruel, con el reino del terror y de la muerte. Hoy rezamos por todos los difuntos, por todos. Pero en modo especial por estos jóvenes, en un momento en el que muchos mueren en las batallas de cada día, en esta guerra a pedazos. Rezamos también por los muertos de hoy, los muertos de guerra, también niños inocentes. Éste es el fruto de la guerra: la muerte. Y que el Señor nos de la gracia de llorar.
Una vez de regreso en el Vaticano el Santo Padre Francisco se dirigirá a las Grutas de la Basílica Vaticana para un momento de oración en privado, como es tradicional en esta fecha, en sufragio de sus predecesores y de todos los difuntos.
(Griselda Mutual – Radio Vaticano)
Publicar un comentario