Terremoto en Italia: El Card. Parolin alude a “la capacidad del ser humano de levantarse”

Sistema de Información del Vaticano

(ZENIT – 31 Oct. 2017).- La fachada de esta basílica evidencia “la capacidad del ser humano de levantarse, de volver a esperar, a mirar al cielo, y con la fuerza de esta mirada, regresar a la tierra”, dijo en la homilía el Cardenal Pietro Carolin, Secretario de Estado del Vaticano.

Mons. Pietro Parolin celebró la Eucarística en el primer aniversario del terremoto en Nursia, Italia, el domingo, 29 de octubre de 2017, delante de la fachada de la basílica de San Benito.

“La fachada de esta basílica, enjaulada en el andamiaje de reconstrucción” –señaló Mons. Parolin– es el emblema del terremoto, pero “evidencia, aún más, la capacidad del ser humano de levantarse, de volver a esperar, a mirar al cielo, y con la fuerza de esta mirada, regresar a la tierra”.

Así, el cardenal exhortó: “Y poner toda la inteligencia, la habilidad, la imaginación y el esfuerzo al servicio de un rescate coral, para levantar, junto con las paredes de las casas, de los lugares de trabajo y de las iglesias, también la moral de las personas y de las comunidades y la alegría de vivir”.

Publicamos a continuación la homilía que el Secretario de Estado el cardenal Pietro Parolin ha pronunciado  esta mañana durante la celebración eucarística misa delante de la fachada de la basílica de San Benito en Nursia, en el primer aniversario del terremoto.:

Homilía del Cardenal Pietro Parolin, Secretario de Estado

Excelencias,
Distinguidas Autoridades,
Queridos sacerdotes,
Queridos ciudadanos de Nursia,
Queridos hermanos y hermanas en Cristo,

Nos hemos reunido hoy para esta celebración eucarística delante de la fachada de la basílica de San Benito, un año después del terremoto en Valnerina que, después de las primeras sacudidas del 24 de agosto, entre el 26 y 30 de octubre del año 2016 trastornó el ritmo normal de la vida de estas tierras, ricas en arte, belleza paisajística y tradiciones culturales, que han encontrado su mayor inspiración en la fe cristiana. Una fe vivida y testimoniada a través de los siglos que ha moldeado estas colinas y estos espacios que favorecen la meditación y la contemplación y que ha plasmado tanto las conciencias como la arquitectura de vuestras plazas e iglesias.

La belleza de la creación y la laboriosidad del hombre que la cuida, la sucesión armoniosa de valles, ríos, lagos y montañas y el trabajo del hombre que construye sabiamente pueblos y ciudades, están siempre insertados en el gran misterio del universo, deben enfrentarse con la vehemencia de las fuerzas naturales, que se presentan la mayor parte de las veces como oportunidades y riquezas que hay que administrar con sabiduría y, a veces se expresan, en cambio,  como una fuerza destructiva, que no podemos predecir con precisión ni gobernar por completo.

El terremoto manifiesta una de estas fuerzas y nos recuerda que, aunque podemos hacer mucho para limitar sus efectos, nuestra existencia está sujeta a la inmensidad de las fuerzas cósmicas. Nos recuerda, sobre todo, que la creación – hermosa y digna de nuestra admiración – nos lleva al Creador y que el ser humano está en sus manos, conducido por Él a un destino definitivo de salvación, de paz y  felicidad, donde no habrá ni terremotos del suelo ni ansiedades del alma y todos llegaremos a la meta.

La fachada de esta basílica, enjaulada en el andamiaje de reconstrucción, es el emblema del terremoto, pero evidencia, aún más, la capacidad del ser humano de levantarse, de volver a esperar, a mirar al cielo, y con la fuerza de esta mirada, regresar a la tierra y poner toda la inteligencia, la habilidad, la imaginación y el esfuerzo al servicio de un rescate coral, para levantar, junto con las paredes de las casas, de los lugares de trabajo y de las iglesias, también la moral de las personas y de las comunidades y la alegría de vivir.

Las lecturas de este XXX domingo del Tiempo Ordinario nos ayudan. Hay un hilo común que las une y que es precisamente la estrecha relación entre amor a Dios y amor al prójimo, entre la contemplación y la acción, entre la adoración de Nuestro Señor, y la plena disposición para servir al hombre, a ser ,cada uno para su prójimo, testimonio visible de caridad.

Como hemos escuchado en el  pasaje del Evangelio de San Mateo que acabamos de proclamar, el mandamiento más grande tiene una forma dual indivisible: una confirma la verdad y la necesidad de la otra.

No se puede realmente amar al prójimo si no se  ama al Señor, si no se le concede el primer lugar, si explícita o implícitamente, no se reconoce que dependemos  de alguien mucho más grande  que nosotros que está en el origen de nuestro ser y al que encontraremos plenamente al final de nuestra peregrinación terrenal.

Sin esa paz interior que viene de saberse amado por Dios y de estar reconciliados con El, el amor al prójimo  está expuesto  al riesgo de  grave distorsión y parcialidad. Sin amor a Dios, amar  al enemigo resulta  inconcebible, y también se hace muy difícil amar  al que está alejado y es  diferente de nosotros. Al final, resulta incluso difícil amar de forma inteligente a las personas cercanas a nosotros,  a nosotros mismos y a la  creación en la que estamos inmersos y en la que nos movemos. Cuando falta una sólida relación con Dios terminamos, efectivamente, no soportando  ni nuestros límites, ni las heridas y las dificultades que conlleva la existencia misma.

Por otro lado, sin embargo,  un  amor a Dios que quisiera aislarse del ser humano, sería en cambio su negación más obvia. Si Dios envió a su Hijo al mundo para salvarlo, si la cruz muestra la cumbre del amor  de Dios por los seres humanos, ¿Cómo puede un creyente en Dios no amar a los seres humanos? ¿Cómo no darse cuenta de que la prueba más segura de nuestro amor a Dios, que  no vemos, es el amor, la compasión, la ternura por el ser humano que  encontramos todos los días?

Como afirmaba el apóstol Santiago: “¿De qué sirve, hermanos míos que alguien diga: “Tengo fe” si no tiene obras? ¿Acaso podrá salvarle la fe ? Si un hermano o una hermana están desnudos y carecen del sustento diario  y alguno de vosotros les dice: “Idos en paz, calentaos y hartaos ‘,pero no les dais  lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? Así también la fe, si no tiene obras está realmente muerta”.(Santiago 2: 14-17) .

A su vez, San Juan Crisóstomo advertía: “¿Queréis de verdad honrar el cuerpo de Cristo? No consintáis que sea despreciado en sus miembros, es decir en los pobres, que no tienen ropas para cubrirse. No le honréis aquí con vestidos de seda y fuera le dejéis perecer de frío y desnudez… El cuerpo de Cristo que está en el altar no necesita preciosos manteles, sino un alma pura; los pobres, sin embargo, sí requieren mucho”. (Homilía número 5 sobre  el Evangelio de San Mateo) .

Los fariseos, eruditos, pero bloqueados e incapaces de abrirse a la plenitud de la verdad, creían que ponían en apuros a Jesús con su pregunta sobre cuál era el mandamiento más grande. La respuesta del Señor, en cambio, pone frente al espejo toda conciencia que dice creer en Dios y la invita a confirmar su fe con la misericordia, la bondad, la generosidad hacia el prójimo que pasa necesidades y hacia todos.

Los  fariseos, como todos los que usan como escudo la observancia  literal de leyes y  tradiciones para traicionar imperturbables el verdadero espíritu, son los que se verán en apuros;  son  invitados  a vivir plenamente el amor de Dios y del prójimo, si quieren llamarse realmente religiosos.

Tras los desastres naturales, después de que se desataran los  elementos, se desataron también  la generosidad, el altruismo, la carrera a dar el tiempo, la energía y el dinero propios para ayudar a las personas más afectadas y necesitadas. En esa ocasión, la totalidad de los poderes públicos, en sinergia con las organizaciones de la sociedad civil y los individuos, pusieron en marcha una acción conjunta para llevar ayudas.

Pienso concretamente en los esfuerzos de diferentes instituciones públicas, empezando por  la Protección Civil y  por los diferentes organismos locales y estatales, en la solidaridad mostrada a la Iglesia de Spoleto-Norcia por el Santo Padre, de parte de  la Santa Sede, de varias diócesis y de la Conferencia Episcopal; pienso en la generosidad de las parroquias, institutos  y asociaciones religiosas y, de manera especial, en el apoyo y la cercanía que os ha demostrado  la Caritas diocesana y nacional. Pienso en los muchos  ciudadanos que han dado su aportación.

También ha sido muy significativo el compromiso de las más altas instituciones europeas para financiar la reconstrucción de esta basílica, que parte del reconocimiento del papel insustituible del cristianismo para Europa y de la cultura que ha sido capaz de inspirar.

La generosidad que invariablemente se encuentra el día después  de los desastres, también representa una expresión implícita de la fe, que parte del reconocimiento de ser todos hermanos y hermanas a los que hay que ayudar a recuperarse de las dificultades. Cada gesto de caridad contiene dentro de sí la semilla de la fe y la luz de la esperanza.

Digo esto no para dar a toda costa una interpretación religiosa de cada gesto de bondad, sino porque, cuando nos encontramos con la generosidad y la caridad, también se percibe el buen aroma de Dios, el suave aroma de su presencia. Quién está movido por la caridad, aunque no lo haya sentido plenamente, está movido por Dios, porque Dios es amor, es amor subsistente que se entrega libremente.

Desde este lugar tan altamente simbólico hago un llamamiento a todas las instituciones civiles, eclesiales y privadas para que cooperen con presteza y perseverancia, en sintonía con las poblaciones afectadas, para que la sinergia demostrada en los primeros días después del terremoto continúe y, todavía más, se intensifique, para terminar las obras proyectadas y las ya comenzadas, agilizando en lo posible los trámites. Tenemos que esforzarnos  para evitar la despoblación de diversos burgos, ya en muchas ocasiones heridos por los eventos telúricos  en las últimas décadas, con lesiones y desprendimientos generalizados.

Espero, por lo tanto, una acción unida y decisiva que mueva los recursos y la inteligencia para reconstruir, junto con las casas y las iglesias, también el estado de ánimo de las personas, para vencer el miedo y la resignación, dos desastres invisibles, y sin embargo, casi tan graves como un terremoto.

Queridos hermanos y hermanas, tengo el placer de traeros los saludos y la bendición del Santo Padre Francisco, unidos a su oración y a su afecto.

El Papa, recordando la visita que hizo a San Pellegrino de Nursia el 4 de octubre de 2016 y la audiencia a las poblaciones víctimas del terremoto del 5 de enero, os anima a continuar el camino, a que no os dejéis abatir por las dificultades, sino a mirar con esperanza al futuro. Os exhorta a tomar del ejemplo de vuestra historia la fuerza que siempre os ha llevado a levantaros después de cada prueba, por muy difícil que fuera.

El Santo Padre, mientras os desea a todos que superéis lo antes posible – mediante el compromiso y la solidaridad de tantos hermanos y hermanas – las consecuencias del seísmo,   os exhorta a dirigiros con confianza filial al Señor Jesús y a su Madre María, a abrirles sin vacilación la puerta del corazón y de la mente para recibir, junto con el consuelo del Señor, la energía necesaria para llevar a cabo con determinación y coraje la obras de reconstrucción.

Así sea.

© Librería Editorial Vaticano

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