Beata María del Pilar Izquierdo – 27 de agosto

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(ZENIT – Madrid – 26 Ago).-  Hoy, festividad de santa Mónica, madre de san Agustín, entre otros santos y beatos la Iglesia celebra la vida de María Pilar. Nació en Zaragoza, España, el 27 de julio de 1906. Su infancia discurrió al abrigo de la ternura de sus piadosos padres, en un humilde hogar conformado por cinco hermanos más; ella era la tercera. Conservó vivo en su corazón el día de su bautismo que le hizo «hija de la Iglesia», una gracia por la que no cesó de bendecir a Dios. «¡Ojalá sea una realidad lo que me han dicho siempre mis padres confesores, de que sigo viviendo como el día de mi bautismo!». Al paso de los años se consideraba una «tontica» porque aprendió a leer y a escribir superada la treintena; no pudo recibir estudios a su tiempo por tener que ayudar a los suyos. Una tía le transmitió sus conocimientos para trabajar confeccionando alpargatas, y a ello se dedicó en su propio domicilio.

Sensible, caritativa, marcada por el desprendimiento, hacía de la escasez una fuente inagotable de bienes para los que eran tan pobres como ellos y más. No podía ver necesidades en derredor suyo; a escondidas o de forma abierta donaba lo que tuvieran en casa. Su padre sentía especial dilección por ella, ya que de dos hijas fue la que sobrevivió, aparte de los varones. Era un hombre tierno, de bondadoso corazón, y siempre disculpaba los gestos de su «Pilarín»; también lo hacía la madre, aunque era la que solía reconvenirla a veces. La familia al completo ponía de manifiesto su generosidad. La joven vivía inmersa en un ambiente espiritualmente privilegiado: el amor a Dios que le inculcaban no era teórico. La Virgen del Pilar lo presidía todo.

Su vida fue sellada por el dolor. Bien dijo que lo suyo era «sufrir y amar, amar y sufrir». Hacia los 14 años de edad se le presentó un cuadro clínico difícil de diagnosticar que parecía de índole nerviosa, aunque cursaba en medio del estado de paz que solía caracterizar a la muchacha. Por esa época comenzó a ser agraciada con visiones. A pesar de la precariedad económica que tenían, sus padres no dudaron en conducirla fuera del pueblo para restituirle la salud después de ser tratada por diversos especialistas. Estuvieron cuatro años en Alfamén, pero no hubo mucho que hacer y regresaron a Zaragoza. Entretanto la beata pudo emplearse en un taller y en una fábrica de calzado, recibiendo la estima de todos por sus muchos valores.

Poco a poco, sin diagnóstico certero, fue viendo invadido su cuerpo de quistes de notable tamaño. Y en 1926 nueva fatalidad tocó su puerta; se cayó del tranvía al regresar del trabajo y se fracturó la pelvis. Quizá era respuesta al sentimiento que latía en su interior de amor al sufrimiento, algo frecuentemente inexplicable para muchas personas que lo abordan al margen de la fe, pero bien entendido dentro de la vida santa. De esta lesión sanó después de realizar una novena a la canonizada Laura Vicuña. Pero tres años más tarde se le presentó un compendio de males, a cuales mayores, ante la sorpresa de los médicos que fueron tratándola y que no supieron atribuir cuál era la causa de ellos: ceguera, casi total sordera y una severa parálisis que la mantuvo recluida en su lecho más de una década.

Es sorprendente cómo alguien que yace inmóvil, presa de tantas lesiones, puede convertir una humilde buhardilla de 9 metros cuadrados en una especie de santuario donde late el amor a Dios. Lo consiguió con su fe, aceptación de la voluntad divina, súplica incesante de unir sus sufrimientos a la Pasión redentora de Cristo, y de ardientes ruegos de que no se le hurtaran padecimientos. Ese pobre lugar fue una universidad en la que se aprendía lo que es la donación genuina. Las incesantes visitas que recibía partían conmovidas por su ofrenda, alegría y paz. Los más cercanos supieron por ella el valor que daba a esa vida doliente que gobernaba sus días y sus noches: «Encuentro en este sufrir un amor tan grande hacia nuestro Jesús, que muero y no muero… porque ese amor es el que me hace vivir».

Un grupo cada vez más nutrido se congregaba en torno a su cama. En 1936 iba forjando la «Obra de Jesús» que pondría en marcha con el objeto de «reproducir la vida activa del Señor en la tierra mediante las obras de misericordia». Era una labor que venía efectuando desde el lecho con las numerosas dádivas que le ofrecían. Personas de su confianza, «su rebañico», se implicaban en la tarea de hacerlas llegar a los necesitados: alimentos, ropa, etc. Entretanto, inducía a muchos a la conversión, orientaba en la vida espiritual, vaticinaba hechos y sabía escrutar los corazones, porque también le había sido concedida esa gracia. En ese entorno solo cabía orar y soñar en lo más hermoso: el amor divino. Fue intervenida quirúrgicamente en distintas ocasiones y siempre las afrontó con paciencia y agrado.

El 8 de diciembre de 1939 milagrosamente, tal como se le vaticinó en una visión, recobró por completo la salud. Por lo inaudito del hecho, y dado lo extraordinario del mismo, se efectuaron los trámites pertinentes ante las autoridades eclesiásticas. Fue llamada a juicio, pero no dieron credibilidad a su testimonio ni al de otras personas, incluidos los médicos, y se hizo pública la recusación. Supuso un duro golpe para su fundación. Algunas de las jóvenes integrantes la abandonaron. Sufrió la prohibición de realizar apostolado y se vertieron sobre ella calumnias y juicios malévolos. Ella misma después de haber logrado abrir un fecundo campo apostólico con los pobres, los enfermos y los niños de zonas deprimidas de Madrid, donde fue aprobada su obra, en 1944 tuvo que dejarla instada por las fuertes presiones. Nueve de sus hijas decidieron seguirla. En diciembre de ese año se fracturó una pierna en un accidente de coche yendo hacia San Sebastián; al tiempo se le presentó un tumor maligno. Falleció el 27 de agosto de 1945. Ofreció su vida especialmente por las hermanas que salieron de la obra. Aseveró que ayudaría a todas desde el cielo. Juan Pablo II la beatificó el 4 de noviembre de 2001.

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