(ZENIT – Madrid).- La vida santa muestra a cada paso que la llamada a la vocación es una invitación divina cuya respuesta tiene carácter irreversible, a pesar de los contratiempos y dificultades que se presenten. El amor, tanto el humano como el divino, cuando está fuertemente afianzado no hay quien lo derroque. María Josefa, que no tuvo una fácil existencia, perseveró en su religioso empeño alimentando sin descanso su más alto ideal: alcanzar la unión plena con la Santísima Trinidad. Dócil a la voluntad divina, a su tiempo halló el camino que debía seguir.
Era la cuarta de diez hermanos, y nació en la localidad italiana de Albisola Marina, Savona, el 27 de mayo de 1811. Sus padres, humildes alfareros, no disponían de recursos económicos y fueron sacando adelante a sus hijos en medio de múltiples carencias, sin descuidar la fe. Benita, nombre que dieron a la futura santa, era una niña despierta, con empuje, buena trabajadora. De ahí que la madre se apoyase en ella para cuidar al resto de los hijos que iban llegando. Cristo y la Virgen María eran el sostén de la muchacha que ya en su juventud se afilió a la Orden Terciaria Franciscana. En ese tiempo, el anhelo de ser santa latía en lo más íntimo de su ser, pensaba consagrar su vida, pero la escasez económica de la familia le imponía la responsabilidad de ayudarles.
Durante siete años sirvió en el hogar de los Monleone, una acomodada familia de Savona, atendiendo a un paralítico con tanta delicadeza y abnegación que se ganó el cariño y la confianza de todos. Al enviudar la señora Monleone le abrió su corazón haciéndole saber que si permanecía junto a ella heredaría su fortuna. Pero como Benita tenía otras inquietudes, rehusó la oferta y acudió al Instituto de las Hijas de Nuestra Señora de las Nieves con la idea de compartir su vida con ellas, sabiendo que su carisma era la atención a los pobres por los que sentía dilección. Pero no poseía la dote requerida y la rechazaron. Fue una respuesta dolorosa para ella que anhelaba la oración y el silencio, aunque su confesor, que conocía su creatividad y dotes de iniciativa, consideraba que su futuro debía ser otro.
En años sucesivos se añadieron nuevos sufrimientos a su vida: perdió a sus padres, a un hermano y a una hermana. Con estas circunstancias, el sostenimiento de su familia fue mucho más acuciante para ella superando con creces la preocupación que tuvo por este motivo en vida de sus progenitores. Sus proyectos quedaron maniatados hasta los 27 años. A esta edad supo que la intención del prelado Agustín de Marí era impulsar una acción apostólica para ayudar a jóvenes pobres librándolas de una vida disoluta, y se ofreció para ayudarle. Junto a tres de ellas dispuestas a vincularse a esta labor en la casa que les proporcionó el obispo, en 1837 fundó la Congregación de las Hijas de Nuestra Señora de la Misericordia, que también tenía entre sus prioridades la asistencia a los enfermos. Uno de los dictámenes que estableció fue erradicar la dote como requisito para ingresar en ella.
Profesó en octubre de ese año y tomó el nombre de María Josefa. Desempeñó las misiones de maestra de novicias, vicaria y ecónoma. En 1839 fue elegida superiora general de forma unánime, cargo que ostentó cerca de cuarenta años, un periodo de gran fecundidad para el Instituto que comenzó a expandirse. En 1856 añadió a sus fines el rescate de esclavos africanos, y con la ayuda de dos sacerdotes, que compraban o «robaban» a muchachas negras, pudieron auxiliar a muchas de las que habían llevado vida descarriada, educándolas e insertándolas en la sociedad. En 1869 abordó una delicada misión creando un seminario para fomento de vocaciones al sacerdocio, dedicado a aspirantes pobres, fundación que le acarreó numerosos sinsabores. Fue pionera en el establecimiento de escuelas populares gratuitas. Otra de las obras que forjó, y que se materializó tras su muerte, fue la Casa de las Penitentes para jóvenes que habían caído en las redes de la prostitución. En 1875 envió un nutrido grupo de religiosas a fundar Argentina. Mientras, seguía abriendo casas en Italia.
El lema que transmitió a sus hijas, fue: «Tu corazón a Dios y tus manos al trabajo». Tenía claro que la santidad se alcanza realizando «exactamente» los «deberes diarios». Y en ella, estos «deberes», además de atender su alta misión, fueron las tareas domésticas: lavar, barrer, etc., y cuidar enfermos atendiendo especialmente a los que padecían enfermedades desagradables. Siempre confió en la Providencia y encomendó lo que hacía a la Virgen María y a san José. Con inquebrantable fe encaró las dificultades económicas solventadas con la copiosa herencia que le dejó al morir la señora Monleone, legado que le permitió abrir otras nuevas fundaciones. Los últimos años de su vida, llena de enfermedades se enfrentó a los escrúpulos que le sobrevinieron infundiéndole el temor de su condena. Se dijo: «Amemos a Jesús. Lo más importante es amar a Dios y salvar el alma». Murió el 7 de diciembre de 1880. Pío XII la canonizó el 12 de junio de 1949.
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