(ZENIT – Madrid).- Un verdadero apóstol desconoce lo que es el desánimo. Guiado por la fe y la oración insistente nunca pierde la esperanza de ver florecer las vocaciones; por eso actúa con arrojo y celeridad movido por la gracia. Este tercer sucesor de Don Bosco, nacido en Lu Monferrato, Alessandría, Italia, el 28 de mayo de 1856, fue un milagro de su fe y celo apostólico. Se conocieron cuando Felipe tenía 5 años y el fundador de los salesianos pasaba junto a un grupo de muchachos por la localidad. Más tarde, a la edad de 10 años, el joven inició sus estudios en el seminario menor de Mirabello. Pero no le agradó la forma de vida disciplinada que regía el acontecer de los alumnos, y regresó a su hogar. Se encerró en banda con tal empecinamiento que a partir de entonces fue extremadamente difícil que aceptara cualquier sugerencia y se replantease su decisión. No lo logró un amigo seminarista, Pablo Albera, ni Don Bosco, que insistió, según se recuerda, como no lo hizo ni antes ni después con otro joven, yendo en persona a verle, escribiéndole, enviándole libros espirituales, y recordándole que tenía las puertas abiertas.
Insensible ante un milagro efectuado en el pueblo por Don Bosco, que fue a buscarle cuando ya tenía 18 años, siguió negándose a reconsiderar la opción del sacerdocio. Era el octavo y penúltimo hijo de los campesinos Cristóbolo Rinaldi y Antonia Brezza, quien oró de manera insistente por su vocación, al punto que Felipe quedó profundamente conmovido por este gesto de su madre; parece que fue lo único que logró tocar su fibra más sensible en esta época. A los 20 años se hallaba en vías de contraer matrimonio, pero en cuanto Don Bosco supo la noticia, rápidamente acudió a Lu con la esperanza de llevárselo consigo. Esta gracia tan orada por él y por la fiel Antonia se materializó a finales de 1877. Entonces Felipe se integró en el centro dedicado para vocaciones en edades similares a la suya en Sampierdarena, al frente del cual se hallaba Pablo Albera.
Con gran dedicación y sacrificio cursó los estudios que debió haber afrontado en su momento, y en 1880 en San Benito Canavés, donde había realizado el noviciado, emitió los votos, pero todavía sin ánimo de ser sacerdote. Contra su costumbre, porque solía respetar la libertad de los jóvenes, Don Bosco instó a Felipe a iniciar el camino que le llevaría al sacerdocio, y éste le obedeció. Fue ordenado en diciembre de 1882 en la catedral de Ivrea. Agradecido y dichoso por las bendiciones que recibía al lado del fundador, cuando éste le preguntaba que si era feliz, respondía: «Sí, si estoy con usted, de otra forma no sé qué sería de mí».
Pocos días antes de producirse el deceso de su santo fundador, Felipe acudió a confesarse con él. Y Don Bosco, ya casi sin fuerzas, antes de absolverle le dijo: «Meditación», apuntando seguramente a lo que debería tomar como consigna de su misión. La primera que le encomendaron fue dirigir el centro para vocaciones tardías de Mathi, responsabilidad que le abrumó, pero acogió solícito. Contribuyó al notable incremento de estudiantes que hubo en poco tiempo. Esta fecundidad se haría patente en Sarriá, España, donde Don Rua lo envió en 1899 como superior de la comunidad, y luego en Portugal, de forma que a Felipe se le considera impulsor de la obra salesiana en estos países.
A él se debe el nacimiento del instituto secular de las Voluntarias de Don Bosco, a las que recordaba: «¿Qué tenéis que hacer para tener vida? Ante todo, rezad para sentiros animadas todos los días y llevar la cruz que el Señor os ha asignado; es lo primero que tenéis que hacer. Además, haced bien cada uno de vuestros quehaceres, los propios de vuestro estado, como Dios quiere, en vuestra condición; y esto según el espíritu del Señor y de Don Bosco». Fue designado vicario general en 1901, y rector mayor en 1922. Suceder a Don Rua, fallecido inesperadamente, para regir el acontecer de los salesianos, alta misión para la que fue elegido ese año, fue un hecho que le sorprendió y que acogió con sencillez y humildad: «Esta elección es embarazosa tanto para vosotros como para mí. Quizá Nuestro Señor quiere humillar la Congregación o Nuestra Señora quiere mostrar que, con nosotros, es Ella la que está haciéndolo todo. Sin embargo, es algo sumamente embarazoso para mí. Por favor, orad al buen Señor para que yo no destruya lo que Don Bosco y sus sucesores han construido».
Era un hombre de oración, piadoso, devoto de María Auxiliadora, abierto a las necesidades de su tiempo y fidelísimo al carisma del fundador. Tuvo gran visión y dotes de iniciativa. Extendió notablemente la obra de Don Bosco poniendo en marcha centros formativos dirigidos también a la mujer. Impulsó los estudios de los jóvenes salesianos, en los que se incluía el estudio de las lenguas para ayuda de la evangelización, y tuteló la vida espiritual de todos de forma magistral. Fundó el Instituto Misionero Salesiano Cagliero en Ivrea, ayudó y acompañó a los Cooperadores, instituyó la federación de alumnos y realizó viajes apostólicos por distintos puntos de Europa. En un momento dado solicitó al papa Pío XI la concesión de «indulgencias por el trabajo santificado».
Al hablar del beato Rinaldi frecuentemente se resaltan las palabras del padre Francesia: «Lo único que le falta al Padre Rinaldi es la voz de Don Bosco: tiene todo lo demás». El 5 de diciembre de 1931 mientras leía la vida de Don Miguel Rúa, falleció en Turín. Fue beatificado por Juan Pablo II el 29 de abril de 1990.
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