San Eugenio de Mazenod, 21 de mayo

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“Convertirse en sirviente y sacerdote de los pobres fue el sueño cumplido de este obispo de Marsella, fundador de los Misioneros Oblatos de María Inmaculada. No olvidó que el progreso hacia la santidad exige una constante conversión”

Carlos José Eugenio nació en Aix-en-Provence, Francia, el 1 de agosto de 1782 en el seno de una familia aristocrática con excelente posición económica; su padre desempeñaba un cargo político relevante. De niño mostraba rasgos de autoritarismo y era pronto a la ira, aunque también se advertían en él evidentes destellos de virtud que subrayaban su nobleza y gran corazón. Así, movido por su piedad, en esa época no dudó en intercambiar su vestimenta con un niño carbonero, poniéndose la mísera ropa que llevaba. En 1791 su familia huyó de la guillotina y vivieron exiliados en diversos lugares, entre otros: Niza, Turín, Venecia…

Eugenio estudió en el colegio de Nobles turinés y recibió la primera comunión. En Venecia no pudo cultivar amistades ni ir a la escuela. Entonces un sacerdote amigo y vecino, el padre Bartolo Zinelli, le educó en la fe; fue el germen de su futura vocación sacerdotal. Pero aún hubo vacilaciones. Y es que con tantos vaivenes y conflictos creados por la Revolución francesa, la familia, que estaba al borde de la miseria, partió a Nápoles ciudad que suscitó en el santo un vacío y cierta distancia respecto a la fe. Sicilia y Palermo cerraron inicialmente esa etapa de nomadismo obligado que había llevado. En Palermo los duques de Cannizzaro les acogieron benévola y generosamente a él y a los suyos.

Eugenio vivió junto a la nobleza y adoptó el título de conde de Mazenod. Parecía que se abría un camino para él en la vida cortesana. Pero la verdad es que al regresar a Francia con 20 años, era lo que se diría casi un “don nadie”. Además, su familia se había desmembrado por completo al haberse divorciado sus padres. Pensando en obtener fortuna, vislumbró su matrimonio con una heredera rica a la que cortejó, pero la joven murió prematuramente y quedó profundamente consternado. La intensidad de los hechos que se producían en su entorno venían acompañados de grandes interrogantes. Interpelarse sobre sí mismo y sobre el mundo que le rodeaba fue doloroso, pero conveniente. Cuando un temperamento fuerte como el suyo se orienta en la buena dirección es una fuente de bendiciones. Eugenio tomó partido por Cristo y su Iglesia volcando en ellos su pasión. Tuvieron peso específico dos experiencias espirituales que le marcaron. Una, que le dejó conmovido por la Pasión de Cristo, seguramente se produjo en 1807. Otra posterior le instaba a seguir el camino del sacerdocio. La situación eclesial del momento no era buena, pero en él reverdecían las enseñanzas del padre Zinelli.

En 1808, pese a no contar con el beneplácito materno, ingresó en el seminario de San Sulpicio de París. Tres años más tarde fue ordenado sacerdote en Amiens. Los misioneros Émery y Duclaux fueron de gran ayuda para él. Su ardiente deseo era ser “el sirviente y sacerdote de los pobres”. La aflicción por sus pecados y por los alejados de la Iglesia infundieron en su corazón el anhelo purgante. Este sentimiento de expiación que unía a Cristo lo encauzó a través de su compromiso con una congregación mariana y con un grupo misionero alentado por Charles de Forbin-Janson. El obispo le ofreció ser su vicario general, pero eligió regresar a su ciudad natal para estimular la fe entre los pobres que había decaído peligrosamente. No aceptó ser párroco, sino que inició su labor entre los prisioneros, las personas que trabajaban en el servicio doméstico, los campesinos y los jóvenes. Parte del clero no estaba de acuerdo con él, y buscó otros sacerdotes afines, con gran celo apostólico, que lo secundaron.

Aprendió provenzal y junto a los que compartían el mismo ideal suyo, aglutinados como “Misioneros de Provenza”, esparcía el evangelio entre las gentes sencillas, instruyéndolas en su propia lengua. Al ver tanta mies a la que no podía llegar, acudió al papa con objeto de que reconociese oficialmente a la comunidad como una congregación religiosa de derecho pontificio. Obtuvo la aprobación en 1826 con el nombre de Misioneros Oblatos de María Inmaculada. El Santo Padre dio este paso frente a la oposición de varios obispos galos, argumentando: “Me agrada esta sociedad; sé el bien que hace y hará y quiero favorecerla”.

Eugenio solamente quiso cumplir la voluntad divina: “Estaría dispuesto a partir mañana mismo a la luna, si fuera esa la voluntad de Dios”. A sus hijos les dio esta consigna: “Entre vosotros, la caridad, la caridad, la caridad; y fuera el celo por la salvación de las almas”. Ese celo le guiaba al punto de ser considerado como “un segundo Pablo”. Era un hombre de oración y excelsa devoción por la Eucaristía, a la que consideró “el centro vivo que sirve de comunicación”, así como del Sagrado Corazón. Fue muy probado en su fe. Perdió por un tiempo la nacionalidad francesa, hubo entre los suyos divisiones, abandonos, pérdidas humanas, e incomprensiones hasta de la Santa Sede. Cuando le fue negado el cardenalato prometido, manifestó: “Al acabarse todo, es igual si le entierran a uno con sotana de color rojo o purpúreo; lo principal es que el obispo alcance llegar al cielo”. Pasó momentos de gran oscuridad, contrajo una enfermedad a causa de todo ello, pero se aferró a la gracia de Cristo y salió victorioso. No en vano había constatado que “el progreso hacia la santidad exige una constante conversión”, apreciación hecha vida.

Fue superior general durante treinta y cinco años, obispo de Marsella, adalid de las clases de religión y escritor. Abrió las puertas a peticiones de distintos movimientos en los que vio una respuesta a las necesidades eclesiales. Así contó con la presencia en su diócesis de 31 congregaciones religiosas. Puso en marcha 22 parroquias, edificó varias iglesias, entre otras, la catedral y el santuario de Nuestra Señora de la Guardia. Deseando apurar conscientemente sus últimos instantes, pidió: “Si me adormezco o me agravo, despertadme, os lo ruego, quiero morir sabiendo que muero”. Falleció el 21 de mayo de 1861. Pablo VI lo beatificó el 19 de octubre de 1975. Juan Pablo II lo canonizó el 3 de diciembre de 1995.

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