Centenario de Juan Pablo II: Valentina Alazraki recuerda al papa santo

Sistema de Información del Vaticano

(zenit – 17 mayo 2020).- Cuando en 1978, inicié a  cubrir el pontificado de Juan Pablo II, era una joven periodista con poca experiencia. Nunca me imaginé, al verlo aparecer por primera vez en la logia central de la basílica de San Pedro que me habría tocado seguirlo hasta el último día de su vida, que habría realizado cien de sus ciento cuatro viajes por el mundo, que habría estado en los funerales más concurridos de la historia reciente, que habría sentido un duelo durante muchos años, que sorpresivamente habría sido llamada a ser testigo en su causa de beatificación y canonización y que habría estado presente en ambas ceremonias. Menos aún me habría imaginado celebrar el centenario de su nacimiento. Lo que sí entendí el 16 de octubre de 1978 es que estaba iniciando un pontificado totalmente diferente, que nos daría muchas sorpresas.

Cuando Juan Pablo II falleció el dos de abril del 2005 acompañado por millones de fieles de todo el mundo que rezaban por él como hubieran rezado por un abuelo, un padre, un familiar, un amigo me preguntaron cuál era mi percepción de ese largo pontificado de 26 años y medio. Recuerdo que contesté que había sido, por lo menos para mí, algo único e irrepetible. A 15 años de su muerte respondería exactamente lo mismo. Fue único e irrepetible como periodista, porque a su lado fuimos testigos de la historia con H mayúscula. No se cuentan los momentos en los que tuvimos la sensación de asistir a un antes y un después. Las “primeras veces” de Juan Pablo II han quedado para la historia. No solo fue el primer papa en visitar decenas de países, fue también el primer pontífice  en entrar en una sinagoga, en entrar en una mezquita, en convocar a los líderes de todas las religiones para rezar por la Paz, en romper muros y tender puentes. No se puede explicar la historia de  los últimos 20 años del siglo XX e inicio del XXI sin el rol ejercido por Juan Pablo II.

También fue único e irrepetible como mexicana. No creo que volveremos a ver a un papa que inicie su pontificado en México, que en este país entienda ante millones de personas que lo acompañaron día y noche que el suyo tenía que ser un pontificado itinerante, que era él el que tenía que ir hacia los fieles del mundo entero y no quedarse encerrado en el Vaticano esperando que ellos fueran. México desde enero del 79 le robó el corazón a Juan Pablo II y los mexicanos se lo robamos a él. En esa primera visita inició una historia de amor que aún dura, porque san Juan Pablo II sigue  presente en los corazones de los mexicanos. No creo que volveremos a ver a un papa que visite cinco veces este país, que casi muriéndose  decida venir por última vez en 2002, para despedirse del pueblo mexicano con un gran regalo, la Canonización de Juan Diego. Al final de esa visita, que todos sabíamos que iba a ser la última dijo algo absolutamente profético: “Me voy pero no me voy, me voy pero no me ausento, pues aunque me voy, de corazón me quedo”.

También fue único e irrepetible para mí, como ser humano. Durante la primera parte del pontificado, me sentía afortunada porque como reportera seguía a un líder carismático que iba por el mundo haciendo historia. Con el paso del tiempo, empezamos a ver que le temblaba una mano, luego un brazo, que le salía baba de la boca, que se iba encorvando, que el Parkinson iba inmovilizando sus músculos, que de su rostro, desaparecía la sonrisa que había cautivado al mundo entero. Se volvió poco a poco una persona con discapacidades, empezó a utilizar el bastón, luego, una peana móvil y finalmente una silla de ruedas. En esos años, al asistir a un verdadero Vía Crucis en vida, entendí que su carisma no venía de los dones exteriores que Dios le había dado. Venía de adentro, de su fe fuerte como una roca, de su fortaleza, de su capacidad de infundir desde la cruz, esperanza. Entendí que el papa que había intentado enseñarnos a vivir mejor, a ser mejores,  también nos estaba enseñando a morir.

A pesar de volverse exactamente lo opuesto de los modelos de la publicidad, jóvenes, guapos y sanos, su fuerza iba creciendo junto con sus sufrimientos. Cómo no recordar cuando descubrió el último Domingo de Ramos de su vida, que ya no le salía la voz y ese gesto tan humano de desesperación de golpear el atril al darse cuenta que ya no podía comunicar con la palabra con sus fieles. Como olvidar el Viernes Santo, en su capilla, abrazado a la Cruz, de espalda como si fueran una sola cosa. Como olvidar la última vez que apareció con vida, pocos segundos en la ventana de su habitación, tres días antes de morir porque era miércoles y sabía que en la plaza había gente que había venido de lejos porque era el día de la audiencia general. Apareció pocos segundos, con la cánula de la traqueotomía, la de la alimentación por vena, sin micrófono porque ya no tenía voz. Esa fue la última vez que le vimos. Esbozó una bendición y desapareció. Esa última imagen de entrega total hasta el final  sería suficiente para sintetizar su santidad.

Por todas estas razones, en ocasión del centenario de su nacimiento, sigo afirmando que su pontificado fue único e irrepetible.

Valentina Alazraki, corresponsal de Noticieros Televisa en el Vaticano

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