“El pueblo de Dios… plasma la arcilla de nuestro sacerdocio”, dice Papa Francisco

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Audiencia a los participantes en el congreso organizado por la Congregación para el Clero, 07.10.2017

Esta mañana, a las  12.1, en la  Sala Clementina del Palacio Apostólico Vaticano, el Santo Padre Francisco ha recibido en audiencia a los participantes en el Congreso internacional sobre la Ratio Fundamentalis Institutionis Sacerdotalis, organizado por la Congregación para el  Clero (Roma, 4-7 octubre 2017).

Sigue el discurso dirigido por el Papa a los participantes en la audiencia:

Discurso del Santo Padre

Señores cardenales

Queridos hermanos obispos y sacerdotes

Hermanos y hermanas

Os doy la bienvenida al final del Congreso internacional sobre la Ratio  Fundamentalis, promovido por la Congregación para el Clero  y agradezco  al cardenal prefecto las amables palabras que me ha dirigido.
El tema de la formación sacerdotal es crucial para la misión de la Iglesia: la renovación de la fe y el futuro de las vocaciones sólo es posible si tenemos sacerdotes bien formados.

Sin embargo,  lo que me gustaría decir  en primer lugar es esto: la formación de los sacerdotes depende ante todo de la acción de Dios en nuestras vidas y no de nuestras actividades. Es una obra que requiere el valor para dejarse modelar por el Señor, para que transforme nuestros corazones y nuestras vidas. Aquí viene  a la mente la imagen bíblica de la arcilla en manos del alfarero (cf. Jer 18.1 a 10) y el episodio en el que el Señor le dice al profeta Jeremías: (v. 2) “Levántate y baja a la alfarería”  El profeta va y observando al alfarero que trabaja la arcilla comprende el misterio del amor misericordioso de Dios. Descubre que Israel está custodiado  en las manos amorosas de Dios, que, como un alfarero paciente, se hace cargo de su criatura, pone  la arcilla en el torno, la moldea, la plasma y, por  lo tanto, le da una forma. Si se da cuenta de que la vasija no ha salido bien, entonces el Dios de la misericordia echa otra vez la arcilla en la masa y con la ternura del Padre, de nuevo empieza a moldearla.

Esta imagen nos  ayuda a comprender que la formación  no se resuelve con una cualquiera actualización  cultural o con una  iniciativa local esporádica. Dios es el artesano paciente y misericordioso de nuestra formación sacerdotal y, como está escrito en la Ratio este trabajo dura toda la vida. Cada día descubrimos – como San Pablo – que llevamos “este tesoro en vasijas de barro, para que aparezca que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no de nosotros” (2 Cor 4,7), y cuando nos separamos de nuestros cómodos hábitos, de la rigidez de nuestros esquemas y de la presunción de haber llegado ya y tenemos el valor de ponernos  ante el Señor, entonces Él puede reanudar su trabajo en nosotros, nos plasma y nos transforma.

Tenemos que decir con firmeza: si uno no se deja formar día tras día por  el Señor, se vuelve un sacerdote apagado, que  arrastra el  ministerio por inercia, sin entusiasmo por el Evangelio ni  pasión por el pueblo de Dios . En cambio, el sacerdote que día tras día  se confía en las manos expertas del Alfarero con la “A” mayúscula, conserva a lo largo del tiempo el entusiasmo en el corazón, acoge con alegría la frescura del Evangelio, habla  con palabras capaces  de tocar la vida de la gente; y sus manos, ungidas por el obispo el día de la ordenación, son capaces de ungir a su vez las heridas, las expectativas y las esperanzas del pueblo de Dios.

Y ahora llegamos a un segundo aspecto importante: cada uno de nosotros,  los sacerdotes, estamos llamados a colaborar con el Alfarero divino. No somos sólo  arcilla, sino ayudantes del Alfarero, colaboradores de  su gracia. En la formación sacerdotal, la inicial y la permanente, – las dos son importantes- podemos identificar al menos tres protagonistas, que también se encuentran en la “casa del alfarero.”

El primero somos  nosotros mismos. En la Ratio está escrito: “El primer responsable de la formación permanente es el sacerdote mismo ” (n 82).¡Precisamente así ! Permitimos que Dios nos moldee y asumimos “los mismos sentimientos de Cristo Jesús” (Fil 2,5), sólo cuando no nos  cerramos en  la pretensión de ser una obra ya cumplida, y nos dejamos guiar por el Señor convirtiéndonos cada día más y más en discípulos suyos. Para ser protagonista de su formación, el seminarista o sacerdote tendrá que decir  “síes” y “noes”: al sonido de las ambiciones humanas, preferirá el silencio y la oración; en vez de confiar en sus obras, se abandonará en manos del alfarero y en su creatividad providencial; se dejará guiar más que por esquemas preconcebidos  por una inquietud saludable del corazón, de modo que oriente su ser  incompleto hacia  la alegría del encuentro con Dios y con los demás. Más que el aislamiento, buscará la amistad con los hermanos en el sacerdocio y con su gente, sabiendo que su vocación nace de un encuentro de amor: con Jesús y con  el Pueblo de Dios.

El segundo protagonista son los formadores y los obispos. La  vocación nace, crece y se desarrolla en la Iglesia. Así, las manos del Señor que moldean  esta vasija de barro, actúan a  través del cuidado de los que, en la Iglesia, están llamados a ser los primeros formadores de la vida sacerdotal: el rector, los directores espirituales, los  educadores, los que se ocupan de la formación  continua del clero y, sobre todos , el obispo, que con razón la  Ratio define como  “el primer responsable de la admisión en el Seminario y  de la formación sacerdotal” (n. 128).

Si un formador  o un obispo no baja a “la alfarería” y no colabora con la  obra de Dios ,¡no podemos tener sacerdotes bien formados!

Esto requiere una atención  especial por las vocaciones al sacerdocio, una cercanía cargada de ternura  y de  responsabilidad por  la vida de los sacerdotes, una capacidad para ejercer el arte del discernimiento como instrumento privilegiado de todo el camino sacerdotal. Y – me gustaría decir sobre todo a los obispos – ¡trabajad juntos!  Tened un corazón grande y una visión amplia para que vuestra acción  pueda cruzar los confines  de la diócesis y entrar en conexión con la obra de los otros hermanos obispos. En la formación de los sacerdotes hace falta  hablar más, superar el provincialismo, tomar decisiones compartidas, poner en marcha procesos de formación adecuados,  y formadores a la altura de esta tarea tan importante. Prestad atención a la formación de los sacerdotes, la Iglesia necesita sacerdotes capaces de anunciar el Evangelio con entusiasmo y sabiduría, como signo de esperanza, allí donde las cenizas han cubierto las brasas de la vida, y de generar confianza en los desiertos de  la historia .

Por último, el pueblo de Dios. No lo olvidemos nunca: la gente , con sus situaciones complejas, con sus preguntas  y necesidades, es un gran “torno” que plasma  la arcilla de nuestro sacerdocio. Cuando salimos hacia el Pueblo de Dios, nos dejamos plasmar por sus expectativas, tocando sus heridas, vemos que el Señor transforma nuestras vidas. Si al pastor se le asigna una porción del pueblo, también es cierto que al pueblo se le asigna el sacerdote. Y, a pesar de la resistencia y la incomprensión, si caminamos en medio del pueblo  y nos entregamos generosamente, nos daremos cuenta de que es capaz de gestos sorprendentes  de atención y ternura hacia sus sacerdotes. Es una escuela verdadera y propia  de educación humana, espiritual, intelectual y pastoral. El sacerdote, efectivamente, debe estar entre Jesús y la gente: con el Señor , en la Montaña, renueva día tras día  la memoria de la llamada; con las personas, en el valle, sin asustarse nunca  de los riesgos ni endurecerse en los juicios se ofrece a sí mismo como el pan que alimenta  y el  agua que apaga la sed, “pasando y haciendo el bien” a los que encuentra en el camino y ofreciéndoles la  unción del Evangelio.

Así se forma el sacerdote: huyendo tanto de una espiritualidad sin carne, como también, a la inversa, de un compromiso mundano sin Dios.

Queridos todos , la pregunta que  nos debe interpelar en profundidad , cuando bajamos a la alfarería  es ésta: ¿Qué sacerdote  quiero ser? ¿Un ” cura de salón “, uno tranquilo y asentado, o un discípulo misionero cuyo corazón arde por el Maestro y por  el pueblo de Dios? ¿Uno que se acomoda  en su propio bienestar o un discípulo en  camino? ¿Un tibio que prefiere la vida tranquila, o un profeta que despierta en el corazón del hombre el deseo de Dios?

La Virgen María, a quien hoy veneramos como Nuestra Señora del Rosario,  nos ayude a caminar  con alegría en el servicio apostólico y haga nuestro corazón semejante al suyo: humilde y dócil, como arcilla en las manos del alfarero. Os  bendigo, y por favor no os olvidéis de rezar por mí. Gracias.

© Libreria Editrice Vaticana

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