Padre Antonio Rivero: “Sin conversión personal y comunitaria, no habrá Navidad”

Sistema de Información del Vaticano

SEGUNDO DOMINGO DE ADVIENTO

Ciclo A

Textos: Isaías 11, 1-10; Romanos 15, 4-9; Mateo 3, 1-12

Antonio Rivero, L.C. Doctor en Teología Espiritual, profesor en el Noviciado de la Legión de Cristo en Monterrey (México) y asistente del Centro Sacerdotal Logos en México y Centroamérica, para la formación de sacerdotes diocesanos.

Idea principal: Conversión, a nivel personal y comunitario. Conversión de mente, corazón y actitudes.

Síntesis del mensaje: la semana pasada Dios, al inicio del Adviento, nos invitaba a despertar y caminar. Hoy nos invita a convertirnos: “Convertíos, porque está cerca el Reino de los cielos”. Y lo hace a través de dos precursores: Isaías y Juan Bautista.

Aspectos de esta idea:

En primer lugar, veamos la misión de los precursores: heraldos que preparan los ánimos, convocan la atención, a fin de que aquel que viene, sea esperado, deseado, recibido, y su venida no pase desapercibida. Cuando en la antigüedad un personaje importante iba a venir, hacía falta un mensajero que lo precediera e invitara a la población a que le saliera al encuentro, a que reparase rutas y puentes a su paso. Hoy, está viniendo Cristo, el Hijo de Dios vivo. ¿Estamos preparados? ¿Los caminos y carreteras de nuestras venas, sentimientos y afectos están arreglados? Estamos a tiempo para adecentar todos los rincones de nuestro ser y los de nuestros seres queridos, con el ejemplo y la palabra.

En segundo lugar, Isaías (1ª lectura) y Juan (evangelio) son los precursores de Cristo. Isaías anuncia que el Mesías vendrá del tronco viejo, ya casi seco, de Jesé –el padre de David, y, por tanto, símbolo de la dinastía principal de Israel; será un renuevo, un vástago verde, lleno de los dones del Espíritu, que será juez justo y traerá la paz. Necesitamos injertarnos a ese vástago nuevo para recibir su savia vivificadora y santificadora.  Juan Bautista, precursor del Nuevo Sol, es aurora que se anticipa al Sol; anuncia la inminente venida de Cristo, predicando la conversión y la penitencia. Esa conversión nos exige echar fuera el pecado y trabajar en la santidad de vida, teniendo en nosotros los mismos sentimientos de Cristo Jesús (2ª lectura). La conversión es de cada día. Convertir nuestra soberbia en humildad, nuestra avaricia en generosidad, nuestra gula en templanza, nuestra ira en mansedumbre, nuestra lujuria en castidad, nuestro egoísmo en caridad, nuestra pereza en esfuerzo, nuestra mediocridad en fervor, nuestra falta de fe en una fe luminosa y contagiante, nuestros desalientos en una esperanza gozosa.

Finalmente, cada uno de nosotros, como bautizados, una vez convertidos, somos también precursores de Jesús y de su salvación; somos voz que anuncia esa Palabra. Lo que debemos decir al mundo es esto: el Reino de los Cielos está cerca y urge la conversión de los corazones. Tenemos que apasionarnos de Cristo, como Juan, para presentar a Jesús, hacerlo desear, provocar la espera y la necesidad de él. La voz –Juan y nosotros- calla después de haber transportado la Palabra; el amigo del esposo se hace a un costado ante la aparición del esposo. San Agustín dice que la tarea de la voz es de ser medio; sirve para transmitir la palabra y, con la palabra, la idea que se ha formado dentro de nosotros. Cuando esta palabra ha entrado en el corazón del otro, se ha comunicado al otro, la voz calla, cae. Así, el precursor.

Para reflexionar: Antes de anunciar esa conversión, los demás tienen que ver que nosotros vivimos esa conversión, como hizo san Juan. Él antes de gritar la conversión, vivió en silencio en el desierto e hizo penitencia. Por tanto, antes de ponernos en estado de “confesión” es decir, antes de hablar de Cristo, debemos ponernos en estado de “conversión”. ¿Qué tengo que convertir a Dios en este Adviento: mi mente mundana, mi corazón desestabilizado, mi voluntad rebelde? ¿A quién tengo que anunciar esa conversión: familia, hijos, amigos?

Para rezar: Señor Jesús, yo me coloco en tu presencia en oración, y confiado en tu Palabra abro totalmente mi corazón a Ti. Reconozco mis pecados y te pido perdón por cada uno. Yo te presento toda mi vida, desde el momento en que fui concebido hasta ahora. En ella están todos mis errores, fracasos, angustias, sufrimientos y toda mi ignorancia de tu Palabra. Señor Jesús, Hijo del Dios vivo, ¡ten compasión de mí que soy pecador! ¡Sálvame, Jesús! Perdona mis pecados, conocidos y desconocidos. Libérame, Señor, de todo yugo de Satanás en mi vida. Libérame, Jesús, de todo vicio y de todo dominio del mal en mi mente. Yo te pido, Señor, que esa vieja naturaleza mía, vendida al pecado, sea crucificada en tu cruz. ¡Lávame con tu Sangre, purifícame, libérame, Señor! Te espero en esta Navidad, Señor. Quiero prepararte los caminos de mi ser y así recibirte como Salvador, Rey y Señor de mi vida. Te entrego mi vida y mi familia y mis amigos.

Para cualquier duda, pregunta o sugerencia, aquí tienen el email del padre Antonio, arivero@legionaries.org

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