Santa Jacinta de Mariscotti, 30 de enero

Sistema de Información del Vaticano

«Hablar de un pulso entre Dios y un alma rebelde en referencia a Jacinta, significa reconocer el poder del don de la fe que obró en ella el prodigio de tornar la imposición paterna de ingresar la vida religiosa en un torrente de gracia»

Ningún apóstol que se precie puede pensar que los frutos de su acción evangelizadora exigen ciertos parámetros previos sin los cuales difícilmente pueden aflorar los sentimientos de conversión a su alrededor. La respuesta al llamamiento de Cristo está salpicada por multitud de matices, con frecuencia sorprendentes, que ponen de relieve claramente la dádiva divina que la impulsa. Es un don y como tal surge y se manifiesta en cualquier momento y circunstancia, aún en las más adversas. En un instante concreto los parámetros de la rebeldía caen hechos añicos ante el amor divino inundando para siempre el desierto inicial de un espíritu equívocamente combativo. Con frecuencia, el instrumento elegido por Dios para quebrar la huidiza voluntad ha sido el mazazo de la enfermedad. Aunque Jacinta se vio abocada a una vida que no deseaba para sí, finalmente antepuso la voluntad divina sobre la suya.

Pertenecía a una familia de origen nobiliario, creyente y practicante de Viterbo, Italia, donde nació el 16 de marzo de 1.585. Su madre fue la condesa de Vignanello. Eran cinco hermanos. Ginebra, la primogénita, fue una virtuosa Terciaria Regular Franciscana y los otros cuatro hermanos fueron ejemplares en su vida y profesiones; uno de ellos falleció en la Curia de Roma. Los padres pusieron todo su empeño para que sus hijos recibieran la mejor educación. En el caso concreto de Jacinta (a la que impusieron el nombre de Clarice), consideraron que ellos no podrían igualar la formación que podría darle su hermana sor Inocencia (bautizada como Ginebra) en el monasterio de san Bernardino de Viterbo. Pero no calaron en Jacinta los aires del lugar. La austeridad conventual se contravenía con la tendencia a la laxitud de la adolescente, que, atraída con irresistible fuerza por lo mundano, se complacía en ello. Coqueta y vanidosa, se jactaba abiertamente del ilustre abolengo de su familia y las prebendas que llevaba anejas. Al final, dejó a las religiosas.

Su tan ansiado regreso estuvo marcado por una febril urgencia en aprovechar el tiempo perdido. El frenesí de las fiestas, la preocupación por el ornato, el abrazo a una vida ociosa fueron tales que su padre volvió a llevarla al convento para preservarla de males mayores. Y cuando iba a visitarla, recibía sus quejas: «Aquí me tienes de monja como has querido, pero yo quiero vivir de acuerdo con mi condición social». Por segunda vez su progenitor accedió a su salida. Y ella se dio de bruces con el fracaso. De nada valían sus afanes y esfuerzos para conseguir un buen partido, y veía esfumarse sus sueños matrimoniales que obtenían otras jóvenes, como su hermana Hortensia, sin darse tantas ínfulas ni vivir prendidas de sí mismas. Regresó al convento, aconsejada por sus padres, pero en contra de su voluntad. Los resultados fueron nefastos. Los diez primeros años de su vida en el monasterio los convirtió en un calco de lo que había en el exterior. Su celda era un expositor de lo mismo que albergaba dentro de sí: el vacío, por mucho que tiñese su habitáculo con adornos llenos de lujo. La estancia en el convento era dramática. Incapaz de darse a la oración y meditación, no soportaba las correcciones, ni atendía a la obediencia. A sus 20 años no ocultaba su desdén y animadversión por la vida religiosa.

Pero Dios se valió de la enfermedad para llevarla hacia Él. Se convirtió cuando un virtuoso franciscano al que llamaron para que la confesase, ya que le aterrorizaba su muerte, se quedó petrificado al ver su celda, y se negó a administrarle la confesión, recriminándola severamente: «¡El paraíso no se ha hecho para hermanas soberbias y vanidosas!». Impresionada, vistió el hábito, reemplazándolo por sus ricos vestidos, y se confesó entre lágrimas de arrepentimiento pidiendo perdón a sus hermanas. Pero no se liberó por completo de sus apegos. Y al enfermar de nuevo, santa Catalina de Siena, a través de una visión, medió para que su conversión fuese plena. Es decir, que Jacinta tenía 30 años cuando, a la par que peligraba su vida, sintió brotar en su corazón un manantial de piedad y penitencia que la conduciría a los altares. La austeridad y las disciplinas fueron desde entonces sus compañeras de camino. Determinó infligirse mortificaciones diversas queriendo unirse a la Pasión de Cristo. Ayunos y cilicios para un alma pecadora, que era como se sentía. Y para que la ayudasen en este camino de perfección, eligió a santos que habían pasado por circunstancias similares a la suya antes de convertirse: santa María Egipcíaca, san Agustín y santa Margarita de Cortona. Deliberadamente buscaba toda ocasión para vivir la humildad y la paciencia.

En ese itinerario espiritual, plagado de actos de amor y signados por una exquisita obediencia, llegó a ser maestra de novicias y vicesuperiora. En estas misiones tuvo que hacer acopio de humildad para formar a hermanas en las que apreciaba alguna virtud concreta que ella no había tenido. La oración y contemplación de la Pasión de Cristo le otorgaron la fortaleza en sus sufrimientos, viéndose adornada por el olvido de sí. Para ayudar a quienes experimentaban el extravío del pecado, que conocía por experiencia, fundó dos cofradías: la Compagnia dei Sacconi (Cofradía de los encapuchados) dedicada a la atención de los enfermos y moribundos, y la Congregación de los oblatos de María para fomento de la piedad, de la caridad y apostolado de los seglares. Jacinta recibió numerosos dones: de profecía, éxtasis, de milagros y penetración de espíritus, entre otros. Convirtió a muchos. Murió el 30 de enero de 1.640 a los 45 años. Fue beatificada por Benedicto XIII –integrante de la familia Orsini, como su madre– el 1 de septiembre de 1.762. Y fue canonizada por Pío VII el 24 de mayo de 1.807.

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