(RV).- En el último programa de la segunda temporada de "Tu palabra me da vida" , Monseñor Fernando Chica Arellano habla de la gran ingratitud que padecen tantas personas hoy en día y cómo el Espíritu Santo puede ayudar a superarla. Para ello, comenta un pasaje del Evangelio según San Mateo: “En aquel tiempo, exclamó Jesús: 'Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla. Si, Padre, así te ha parecido mejor’” (Mateo 11, 25-26).
El Espíritu Santo nos defiende de una de las grandes oscuridades de nuestra época: la ‘ingratitud’. Padecemos un gran déficit de agradecimiento, somos ciegos a la hora de ver tantos motivos de gratitud hacia Dios y hacia los demás. Cada día tenemos infinidad de personas y acontecimientos que están llamados a convertir nuestro corazón en un manantial de gratitud. Sin embargo, las dificultades de la vida hacen que nuestra mirada sea superficial y egoísta, incapaz de ver razones para el agradecimiento.
Tenemos que abandonar esta nociva costumbre. Aprendamos para ello de la gratitud de Cristo al Padre, que es continua. El citado texto de san Mateo nos muestra el corazón agradecido de Jesús precisamente en una circunstancia en la cual, vivida con los criterios humanos de búsqueda del éxito inmediato y del prestigio social y religioso, todo sería una invitación al desaliento e incluso a renegar de Dios. Jesús se queda con unos pocos, socialmente irrelevantes y, en apariencia, religiosamente marginales. Pero el Espíritu Santo con el que fue ungido el Señor, le permite ver y aceptar esa situación dentro del plan del Padre, y elevar una verdadera y hermosa oración de gratitud. Y en la víspera de su entrega total nos deja la Eucaristía, la ‘acción de gracias a Dios’ por excelencia, llamada a actualizarse hasta el fin de los tiempos por obra del Espíritu Santo a través de la Iglesia.
¡Cuántas veces nos quejamos ante la ingratitud con que nos ‘pagan’ nuestros desvelos y detalles! Llevamos ese dolor. Nos hemos entregado, hemos dedicado nuestro tiempo y nuestros recursos, hemos hecho el bien, y a veces no nos han dicho ni ‘gracias’, o si lo han hecho ha sido de una forma poco intensa, para salir del paso. Entonces ha venido la pena, el dolor, y quizá la idea de cerrar el corazón ante otras personas y circunstancias que reclamen nuestra disponibilidad y generosidad.
Vemos la ingratitud en los demás. Sin embargo, no la vemos en nosotros. Nos cuesta reconocer que también nosotros hemos sido desagradecidos y que esa ingratitud se ha manifestado en forma de indiferencia ante la vida de esa persona a la que tanto debo; en forma de frialdad en el trato con los que convivo; a veces incluso, nuestra ingratitud se manifiesta en forma de abierto rechazo al otro. Pero no es solamente con los que me rodean. También podríamos preguntarnos sobre nuestra gratitud hacia Dios.
El Papa Francisco, en la serie de catequesis sobre la familia, nos recordó que “un cristiano que no sabe dar gracias es alguien que ha olvidado el lenguaje de Dios (…)”. Y nos dejó esta confidencia: “Una vez escuché decir a una persona anciana, muy sabia, muy buena, sencilla, pero con la sabiduría de la piedad, de la vida: ‘La gratitud es una planta que crece sólo en la tierra de almas nobles’. Esa nobleza del alma, esa gracia de Dios en el alma nos impulsa a decir gracias, a la gratitud. Es la flor de un alma noble” (Audiencia general 13.5.2015). Hasta aquí las palabras del Santo Padre.
En medio de la pobreza de nuestra vida cristiana percibimos que es el Espíritu Santo quien ilumina, limpia y ennoblece nuestras almas, y por lo tanto las predispone para la gratitud, y las inmuniza ante la ingratitud.
No dejemos de dar las gracias a las personas que tenemos a nuestro lado. No dejemos de reconocer lo bueno que hay en ellas, dando gracias a Dios por el ejemplo que nos dan, por el servicio generoso que prestan, por su entrega cotidiana. Invoquemos para ello al Espíritu Santo, recordando estas hermosas y alentadoras palabras del Papa Francisco: “Cuando nuestros ojos son iluminados por el Espíritu, se abren a la contemplación de Dios, en la belleza de la naturaleza y la grandiosidad del cosmos, y nos llevan a descubrir cómo cada cosa nos habla de Él y de su amor. Todo esto suscita en nosotros gran estupor y un profundo sentido de gratitud” (Audiencia general, 21.5.2014).
Es tiempo de caminar y, mientras lo hacemos, que nuestra vida sea un continuo canto de alabanza a Dios, una cascada de gratitud hacia los demás, un saber reconocer los valores de las personas que comparten con nosotros el camino de la vida. Para ello, encontremos en el Espíritu Santo la fuerza para pasar de la ingratitud al agradecimiento sincero y cordial, ante todo a Dios nuestro Señor, sin olvidar a los que conviven con nosotros, que a menudo son los que más servicios nos prestan y los que menos reciben, o si reciben con frecuencia solo reciben algunas migajas de gratitud o incluso nada. Es tiempo de cambiar porque es tiempo de amar.
(Mireia Bonilla para RV)
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