Papa: “El único extremismo permitido es el de la caridad”

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(RV).- “A Dios sólo le agrada la fe profesada con la vida, porque el único extremismo que se permite a los creyentes es el de la caridad. Cualquier otro extremismo no viene de Dios y no le agrada”. Lo afirmó el Papa Francisco en su homilía de la Santa Misa celebrada a las 10:00, en el Estadio Air Defence de El Cairo, en el segundo y último día de su 18º Viaje Apostólico internacional, en esta ocasión a Egipto, el sábado 29 de abril.

Este lugar, distante unos 19 km de la Nunciatura Apostólica, es conocido también como el “Estadio 30 de junio” y forma parte de la ciudad deportiva de la Aeronáutica militar que se construyó para celebrar las proezas de la defensa aérea durante la guerra de 1970 contra Israel. Mientras en el año 2015 fue teatro de violentos choques entre los adeptos de un partido de fútbol y la policía que dejó un saldo de 22 personas fallecidas.

En su homilía – con la liturgia del III domingo de Pascua, en que el Evangelio refiere el camino que hicieron los dos discípulos de Emaús tras salir de Jerusalén – el Papa Bergoglio afirmó que se trata de un Evangelio que puede resumirse con tres palabras, a saber: muerte, resurrección y vida.

Muerte en el sentido de que los dos discípulos regresan a sus quehaceres cotidianos, llenos de desilusión y desesperación, mientras el Maestro ha muerto y, por lo tanto, es inútil esperar. Sí, porque “la crisis de la Cruz”, o “el escándalo” y la “necedad de la Cruz” había terminado por sepultar toda esperanza. Y porque no podían creer que el Maestro y el Salvador que había resucitado a los muertos y curado a los enfermos pudiera terminar clavado en la cruz de la vergüenza. No podían comprender por qué Dios Omnipotente no lo salvó de una muerte tan infame. De modo que – como dijo el Pontífice –  “la cruz de Cristo era la cruz de sus ideas sobre Dios; la muerte de Cristo era la muerte de todo lo que ellos pensaban que era Dios.

Resurrección en el sentido de que en la oscuridad de la noche más negra, en la desesperación más angustiosa, Jesús se acerca a los dos discípulos y los acompaña en su camino para que descubran que él es “el camino, la verdad y la vida”. Con lo cual el Señor “trasforma su desesperación en vida, porque cuando se desvanece la esperanza humana comienza a brillar la divina”. Y de hecho – afirmó Francisco –  “lo que es imposible para los hombres es posible para Dios”, tal como se lee en el Evangelio de San Lucas. A la vez que recordó que cuando el hombre toca el fondo en su experiencia de fracaso y de incapacidad, cuando se despoja de la ilusión de ser el mejor, de ser autosuficiente, de ser el centro del mundo, Dios le tiende la mano para transformar su noche en amanecer, su aflicción en alegría, su muerte en resurrección, su camino de regreso en retorno a Jerusalén, es decir en retorno a la vida y a la victoria de la Cruz.

Y Vida, puesto que el encuentro con Jesús resucitado ha transformado la vida de ambos discípulos, porque el encuentro con el Resucitado transforma la vida entera y hace fecunda cualquier esterilidad, tal como lo afirmó el Papa emérito Benedicto XVI, en su catequesis de la Audiencia General del 11 abril de 2007. En efecto – agregó el Papa Bergoglio – “la Resurrección no es una fe que nace de la Iglesia, sino que es la Iglesia la que nace de la fe en la Resurrección”. Concepto reforzado por las palabras de San Pablo: “Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación y vana también su fe” (1 Co 15,14).

El Obispo de Roma reafirmó con fuerza que “el Resucitado desaparece de nuestra vista, para enseñarnos que no podemos retener a Jesús en su visibilidad histórica”. Mientras la Iglesia debe saber y creer que él está vivo en ella y que la vivifica con la Eucaristía, con la Escritura y con los Sacramentos. Francisco invitó a los fieles presentes en esta celebración a que – como los discípulos de Emaús – regresen a su Jerusalén, es decir, a su vida cotidiana, a sus familias, a su trabajo y a su patria llenos de alegría, valentía y fe. Sin tener miedo de abrir su corazón a la luz del Resucitado y permitiendo que Él transforme sus incertidumbres en fuerza positiva,  para ellos y para los demás. Por esta razón el Santo Padre repitió: “No tengan miedo de amar a todos, amigos y enemigos, porque el amor es la fuerza y el tesoro del creyente”.

Y concluyó con un pensamiento a la Virgen María y a la Sagrada Familia, que vivieron en esa bendita tierra, con el deseo de que iluminen los corazones y bendigan al amado Egipto que, en los albores del cristianismo, acogió la evangelización de San Marcos y dio a lo largo de la historia numerosos mártires y una gran multitud de santos y santas.

(María Fernanda Bernasconi – RV).

Texto y audio de la homilía del Santo Padre Francisco durante la celebración de la Santa Misa celebrada en Estadio Air Defence de El Cairo:

Al Salamò Alaikum / La paz sea con vosotros.

Hoy, III domingo de Pascua, el Evangelio nos habla del camino que hicieron los dos discípulos de Emaús tras salir de Jerusalén. Un Evangelio que se puede resumir en tres palabras: muerte, resurrección y vida.

Muerte: los dos discípulos regresan a sus quehaceres cotidianos, llenos de desilusión y desesperación. El Maestro ha muerto y por tanto es inútil esperar. Estaban desorientados, confundidos y desilusionados. Su camino es un volver atrás; es alejarse de la dolorosa experiencia del Crucificado. La crisis de la Cruz, más bien el «escándalo» y la «necedad» de la Cruz (cf. 1 Co 1,18; 2,2), ha terminado por sepultar toda esperanza. Aquel sobre el que habían construido su existencia ha muerto y, derrotado, se ha llevado consigo a la tumba todas sus aspiraciones.

No podían creer que el Maestro y el Salvador que había resucitado a los muertos y curado a los enfermos pudiera terminar clavado en la cruz de la vergüenza. No podían comprender por qué Dios Omnipotente no lo salvó de una muerte tan infame. La cruz de Cristo era la cruz de sus ideas sobre Dios; la muerte de Cristo era la muerte de todo lo que ellos pensaban que era Dios. De hecho, los muertos en el sepulcro de la estrechez de su entendimiento.

Cuantas veces el hombre se auto paraliza, negándose a superar su idea de Dios, de un dios creado a imagen y semejanza del hombre; cuantas veces se desespera, negándose a creer que la omnipotencia de Dios no es la omnipotencia de la fuerza o de la autoridad, sino solamente la omnipotencia del amor, del perdón y de la vida.

Los discípulos reconocieron a Jesús «al partir el pan», en la Eucarística. Si nosotros no quitamos el velo que oscurece nuestros ojos, si no rompemos la dureza de nuestro corazón y de nuestros prejuicios nunca podremos reconocer el rostro de Dios.

Resurrección: en la oscuridad de la noche más negra, en la desesperación más angustiosa, Jesús se acerca a los dos discípulos y los acompaña en su camino para que descubran que él es «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6). Jesús trasforma su desesperación en vida, porque cuando se desvanece la esperanza humana comienza a brillar la divina: «Lo que es imposible para los hombres es posible para Dios» (Lc 18,27; cf. 1,37). Cuando el hombre toca fondo en su experiencia de fracaso y de incapacidad, cuando se despoja de la ilusión de ser el mejor, de ser autosuficiente, de ser el centro del mundo, Dios le tiende la mano para transformar su noche en amanecer, su aflicción en alegría, su muerte en resurrección, su camino de regreso en retorno a Jerusalén, es decir en retorno a la vida y a la victoria de la Cruz (cf. Hb 11,34).

Los dos discípulos, de hecho, luego de haber encontrado al Resucitado, regresan llenos de alegría, confianza y entusiasmo, listos para dar testimonio. El Resucitado los ha hecho resurgir de la tumba de su incredulidad y aflicción. Encontrando al Crucificado-Resucitado han hallado la explicación y el cumplimiento de las Escrituras, de la Ley y de los Profetas; han encontrado el sentido de la aparente derrota de la Cruz.

Quien no pasa a través de la experiencia de la cruz, hasta llegar a la Verdad de la resurrección, se condena a sí mismo a la desesperación. De hecho, no podemos encontrar a Dios sin crucificar primero nuestra pobre concepción de un dios que sólo refleja nuestro modo de comprender la omnipotencia y el poder.

Vida: el encuentro con Jesús resucitado ha transformado la vida de los dos discípulos, porque el encuentro con el Resucitado transforma la vida entera y hace fecunda cualquier esterilidad (cf. Benedicto XVI, Audiencia General, 11 abril 2007). En efecto, la Resurrección no es una fe que nace de la Iglesia, sino que es la Iglesia la que nace de la fe en la Resurrección. Dice san Pablo: «Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación y vana también vuestra fe» (1 Co 15,14).

El Resucitado desaparece de su vista, para enseñarnos que no podemos retener a Jesús en su visibilidad histórica: «Bienaventurados los que crean sin haber visto» (Jn 20,29 y cf. 20,17). La Iglesia debe saber y creer que él está vivo en ella y que la vivifica con la Eucaristía, con la Escritura y con los Sacramentos. Los discípulos de Emaús comprendieron esto y regresaron a Jerusalén para compartir con los otros su experiencia. «Hemos visto al Señor […]. Sí, en verdad ha resucitado» (cf. Lc 24,32).

La experiencia de los discípulos de Emaús nos enseña que de nada sirve llenar de gente los lugares de culto si nuestros corazones están vacíos del temor de Dios y de su presencia; de nada sirve rezar si nuestra oración que se dirige a Dios no se transforma en amor hacia el hermano; de nada sirve tanta religiosidad si no está animada al menos por igual fe y caridad; de nada sirve cuidar las apariencias, porque Dios mira el alma y el corazón (cf. 1 S 16,7) y detesta la hipocresía (cf. Lc 11,37-54; Hch 5,3-4).[1] Para Dios, es mejor no creer que ser un falso creyente, un hipócrita.

La verdadera fe es la que nos hace más caritativos, más misericordiosos, más honestos y más humanos; es la que anima los corazones para llevarlos a amar a todos gratuitamente, sin distinción y sin preferencias, es la que nos hace ver al otro no como a un enemigo para derrotar, sino como a un hermano para amar, servir y ayudar; es la que nos lleva a difundir, a defender y a vivir la cultura del encuentro, del diálogo, del respeto y de la fraternidad; nos da la valentía de perdonar a quien nos ha ofendido, de ayudar a quien ha caído; a vestir al desnudo; a dar de comer al que tiene hambre, a visitar al encarcelado; a ayudar a los huérfanos; a dar de beber al sediento; a socorrer a los ancianos y a los necesitados (cf. Mt 25,31-45). La verdadera fe es la que nos lleva a proteger los derechos de los demás, con la misma fuerza y con el mismo entusiasmo con el que defendemos los nuestros. En realidad, cuanto más se crece en la fe y más se conoce, más se crece en la humildad y en la conciencia de ser pequeño.

Queridos hermanos y hermanas:

A Dios sólo le agrada la fe profesada con la vida, porque el único extremismo que se permite a los creyentes es el de la caridad. Cualquier otro extremismo no viene de Dios y no le agrada.

Ahora, como los discípulos de Emaús, regresad a vuestra Jerusalén, es decir, a vuestra vida cotidiana, a vuestras familias, a vuestro trabajo y a vuestra patria llenos de alegría, de valentía y de fe. No tengáis miedo a abrir vuestro corazón a la luz del Resucitado y dejad que él transforme vuestras incertidumbres en fuerza positiva para vosotros y para los demás. No tengáis miedo a amar a todos, amigos y enemigos, porque el amor es la fuerza y el tesoro del creyente.

La Virgen María y la Sagrada Familia, que vivieron en esta bendita tierra, iluminen nuestros corazones y os bendigan a vosotros y al amado Egipto que, en los albores del cristianismo, acogió la evangelización de san Marcos y ha dado a lo largo de la historia numerosos mártires y una gran multitud de santos y santas.

Al Massih Kam / Bilhakika kam! – Cristo ha Resucitado. / Verdaderamente ha Resucitado.

 

[1] Dice san Efrén: «Quitad la máscara que cubre al hipócrita y vosotros no veréis más que podredumbre» (Serm.). «Ay de los que habéis perdido la esperanza», afirma el Eclesiástico (2,14 Vulg.).

(from Vatican Radio)


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