San Pedro Regalado – 30 de marzo

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(ZENIT – Madrid).- Pedro Regalado y de la Costanilla nació en Valladolid, España, hacia 1390. Perdió a su padre siendo muy pequeño. Su madre lo llevaba temprano al convento de San Francisco donde actuaba como monaguillo, por lo que fácilmente se estableció un vínculo entrañable con los religiosos a los que acompañaba en la santa misa, despertando en él una temprana vocación. A los 13 años ingresó en el convento.

Era jovencísimo cuando le impusieron el hábito. Los muros de los claustros albergaban a personas sin escrúpulos ni vocación. Se habían recluido en esos recintos con variadas y distintas intenciones, lo cual se evidenciaba en una falta de espíritu religioso. A nada de ello fue ajeno el momento histórico que propició numerosos arribismos de esta naturaleza. En esa época, el venerable fray Pedro de Villacreces, egregio maestro en teología por las universidades de París, Toulouse y Salamanca, estaba dispuesto a actuar para renovar la vida monástica que se había impregnado de muchas sombras proyectadas en ella al margen de la consagración. Con este objetivo, el obispo de Osma le autorizó a fundar por tierras burgalesas.

En 1404 llegó a Valladolid. Procedía de las cuevas de Arlanza y del eremitorio de La Salceda donde se hallaba buscando seguidores para secundarle en tan delicada misión. Cuando Pedro Regalado lo conoció a sus 14 años, entró en inmediata sintonía con él. La diferencia de edad –el fraile superaba los 60–, nunca fue un muro entre ambos; todo lo contrario. Y es que los dos compartían el anhelo de conquistar la santidad, y ante este altísimo fin nada se interpone. Entonces fray Pedro ya era considerado santo por muchos, y fue instructor del joven que aprendió a estimar junto al fraile el cumplimiento de la observancia franciscana.

Unidos partieron rumbo a La Aguilera, lugar colindante a Aranda de Duero, para fundar un convento. Con sumo gozo, y sin temor a la austeridad porque buscaba la gloria de Dios con todas sus fuerzas, se abrazó el muchacho al rigor de la regla. Y no era baladí. De las veinticuatro horas que tiene el día, diez estaban destinadas a la oración comunitaria y personal, trabajo y limosna. Éste era, en esencia, el plan cotidiano. El bondadoso fraile se ocupó de formar a Pedro Regalado para el sacerdocio. Éste celebró su primera misa en la ermita del convento en 1412. De algún modo era su credencial para realizar el apostolado en la cuenca media del Duero. Su virtud, percibida en palabras y gestos, era bendecida con hechos prodigiosos por los que fue reconocido como «el santo del Duero». Nadie quedaba indiferente ante sus dotes taumatúrgicas. Fray Pedro de Villacreces podía respirar tranquilo; Dios había bendecido a la Orden con un gran santo. Durante once años cumplió con alegría las humildes misiones que le encomendaron. Ofrecía limosnas a los pobres que llegaban al convento, trabajó en la cocina como ayudante, y fue sacristán, entre otras.

En 1415 cuando fray Pedro fundó El Abrojo en la provincia de Valladolid, su discípulo estaba tan bien formado y había dado tales muestras de virtud que no dudó en elegirlo maestro de novicios. Y como tal prosiguió su vida de intensísima mortificación y penitencia. Recorría el entorno como un consumado predicador. Con su sencillez y ardor apostólico arrebataba numerosas conversiones. Todos acudían a él con el corazón contrito y la certeza de que saldrían plenamente renovados después de mostrarle las huellas de sus heridas. Nada tiene de particular que en octubre de 1422, cuando se produjo la muerte de Villacreces, tras el capítulo de Peñafiel los religiosos de las dos casas fundadas por él pensaran en Pedro Regalado para que siguiera al frente de todos como prelado o vicario. Y no se equivocaron. La reforma se extendió como un floreciente rosario de nuevas fundaciones, conocidas como «las siete de la fama».

Pedro, con su inflamada devoción por la Eucaristía, la Pasión de Cristo y María, hilvanaba las jornadas consumiéndose en oración y sacrificios, sosteniendo el rigor de la regla que había heredado. Toda disciplina cabía en su acontecer. Los habitantes del lugar sabían de su severo ascetismo. Veían su escuálida figura perfilada sobre el cerro del Águila, rebosante de austeridades, portando los símbolos del Redentor: cruz, corona de espinas y soga, mientras realizaba el Via Crucis.

Los milagros se sucedían, como también los favores celestiales que recibía. Uno de ellos, quizá el más renombrado, alude a un 25 de marzo, festividad de la Anunciación; estuvo vinculado a su amor por María. Fue Ella quien debió colmar el anhelo del santo de poder postrarse ante su imagen en la iglesia de La Aguilera mientras rezaba maitines. El lugar distaba unos ochenta km. del Abrojo. Pero los ángeles hicieron posible este sueño de Pedro trasladándole en un santiamén al templo, mientras una estrella que simbolizaba a la Virgen los conducía. Devuelto del mismo modo al convento, una vez hubo cumplido su anhelo, todo se produjo en tan brevísimo espacio de tiempo que ninguno de sus hermanos llegó a percatarse de su ausencia, ignorando lo concerniente a este hecho prodigioso.

En 1456 Pedro viajó a San Antonio de Fresneda, cerca de Belorado, y se reunió con un religioso antiguo compañero suyo que se hallaba enfermo. También él regresó al Abrojo debilitado. Ante la cercanía de su muerte, se trasladó a La Aguilera y el 30 de marzo de ese año entregó su alma a Dios. Cuando en el estío de 1493 la reina Isabel la Católica visitó el convento, se dirigió a las damas de su séquito y aludiendo a la tumba de Pedro, dijo: «Pisad despacio, que debajo de estas losas descansan los huesos de un santo». Fue beatificado por Inocencio XI el 17 de agosto de 1683. Benedicto XIV lo canonizó el 29 de junio de 1746. Es el Patrón de Valladolid.

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