San Pedro Pascual – 6 de diciembre

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(ZENIT – Madrid).- Aunque aspectos de su vida han sido objeto de disparidades, está constatado que nació en Valencia, España, entre 1227 y 1230. Era una época en la que el país se hallaba bajo el influjo musulmán, y quienes abrazaban la fe cristiana sabían que su vida pendía siempre de un hilo. Miles de cristianos derramaron su sangre por Cristo. La familia de Pedro, unos mozárabes de clase pudiente y fieles a la Iglesia, tuvieron el honor de contar entre sus componentes a seis mártires, el último de los cuales sería él mismo. El compromiso eclesial de sus progenitores estaba bien anclado. Le habían llamado Pedro considerando que su nacimiento se debía a la mediación de Pedro Nolasco, al que se encomendaron viendo que no venían los hijos; tan grande era el reconocimiento que dispensaban al santo. Nolasco y otros mercedarios mantenían una entrañable relación con la familia Pascual y disfrutaban de su hospitalidad.

Dando prueba fehaciente de su fortaleza, los progenitores de Pedro pasaban por alto el riesgo que corrían sus vidas y rescataban a cristianos esclavos, como hacían los mercedarios. Precisamente uno de ellos, que después se afilió a la Orden mercedaria, era un sacerdote versado en teología, doctor por la universidad de París, al que encomendaron la educación de su hijo; lo que sentían por él era una comprensible mezcla de afecto y confianza. En esa época Pedro Pascual ya había vivido la experiencia del envite que sufrió su propio hogar a manos de los musulmanes. Se dedicaba a socorrer a cautivos enfermos, pidiendo limosna para ellos junto a otros jóvenes como él. A sus 19 años fue designado canónigo de la catedral de Valencia por Jaime I el Conquistador; los había presentado san Pedro Nolasco.

Después de consumarse la reconquista de su ciudad natal y siguiendo los pasos de su preceptor, Pedro Pascual se trasladó a París, como era deseo del monarca, para formarse junto al doctor Aymillo. Por indicación del prelado de la capital gala, que se admiró de sus muchas virtudes, predicó en toda la diócesis. Entre sus compañeros de estudios se hallaban santo Tomás de Aquino y san Buenaventura. Esta etapa de su vida en la ciudad del Sena fue teñida por el dolor de la pérdida de sus padres. Antes de regresar a Valencia, siendo ya doctor, Pedro había determinado abrazarse a la pobreza. Con esa intención había dado poderes al fundador Nolasco para que entregase sus cuantiosos bienes a los cautivos, los huérfanos y los encarcelados. Al sentirse afín al carisma mercedario, se integró en la Orden y profesó el año 1250 en el convento de Valencia, mostrando su fervor y espíritu penitencial. Fue ordenado sacerdote y ejerció como profesor en Barcelona; estuvo al frente de la cátedra de filosofía. Después se estableció en Zaragoza, ya que el rey Jaime I le encomendó la formación de su hijo, el infante Don Sancho de Aragón. Tanto ésta región como Cataluña supieron de su celo apostólico.

Cuando Don Sancho se hizo mercedario, la labor apostólica de Pedro se centró en lo propio del carisma de la fundación a la que pertenecía: el rescate de cautivos y la predicación. En 1262 Urbano IV lo designó obispo de Granada a petición de Don Sancho, que era ya arzobispo de Toledo. Humildemente aceptó la misión, contrariándose a sí mismo, ya que no deseaba dignidad alguna, y allí fundó el convento de Santa Catalina. Fruto de su celo apostólico vieron la luz nuevos conventos en Baeza, Jaén y Jerez de la Frontera. En 1275, tras los conflictos que se desataron en Granada, emprendió una peregrinación por distintos lugares de la geografía española, Francia y Portugal. Volvió a Granada y desde allí efectuó un viaje a Roma siendo pontífice Nicolás IV que se admiró, como todos los que iban conociendo a Pedro, de su ciencia y virtud. Tanto es así que lo designó legado suyo para Francia y España con la indicación de que predicase la cruzada.

Se hallaba en Francia en 1294 cumpliendo con este cometido cuando fue elegido prelado de Jaén, se cree que a propuesta del rey Don Jaime II de Aragón. Bonifacio VIII confirmó el nombramiento en 1296. Fue consagrado en la capilla de San Bartolomé por el cardenal Mateo de Acquasparta el 20 de febrero de ese año. Devoto de María, en 1295 ya había defendido la Concepción Inmaculada en su escrito Vida de Lázaro; fue un pionero al respecto.

En 1297 viajó a Granada y allí fue hecho prisionero por los musulmanes. Sin duda le precedía su vigorosa defensa de los cautivos a los que rescataba, y la instrucción y bautismo que impartía a los cristianos, así como su encendida predicación junto a sus dotes de pacificador. Además, su amigo el rey Jaime I, en 1294 no había tenido reparos en establecer un tratado de amistad con el rey nazarí Muhammad I Al-Ahmar (el Rojo), que en ese momento regía la ciudad de la Alhambra. Pero en 1297 el nuevo emir Muhammad II Al-Faqih, hijo del anterior, había roto el pacto dejando clausurado dramáticamente el periodo de paz del que transitoriamente gozaron los cristianos. Tras su captura, Pedro fue recluido en la torre granadina del Carmen de los Mártires.

Al saber la noticia, los fieles destinaron limosnas para rescatarlo, pero Pedro no las aceptó sino que con ellas liberó a otros esclavos necesitados. En prisión escribió varios tratados sobre la vida espiritual y diversas obras defendiendo la fe, en las que refutaba tesis de judíos y de musulmanes. Sus trabajos suscitaron la ira de sus captores, y le condenaron a muerte por decapitación. Padeció un momento de terror que solapó instantáneamente su gozo por el martirio. Cristo le consoló: «Pedro, no te asustes porque la naturaleza haga su oficio. Yo mismo estuve triste hasta la muerte la noche antes de mi Pasión, y por tu amor padecí aquella amarga agonía». Lleno de fortaleza se enfrentó a este martirio el 6 de diciembre de 1300. Clemente X confirmó su culto el 14 de agosto de 1670.

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