(ZENIT – Ciudad del Vaticano).- El papa Francisco, en la última audiencia general del Año Jubilar, ha reflexionado sobre una de las obras de misericordia: sufrir con paciencia los defectos del prójimo. De este modo ha señalado que “en la Biblia vemos que Dios mismo debe usar misericordia para soportar los lamentos de su pueblo”. Así, ha invitado a preguntarte si hacemos alguna vez el examen de conciencia para ver si también nosotros, a veces, podemos resultar molestos a los otros. Es fácil señalar con el dedo los defectos y las faltas de otros –ha advertido– pero deberíamos aprender a ponernos en el lugar de los otros.
Publicamos a continuación el texto completo de la catequesis.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Dedicamos la catequesis de hoy a una obra de misericordia que todos conocemos muy bien, pero que quizá no ponemos en práctica como debemos: sufrir con paciencia los defectos del prójimo. Todos somos muy buenos al identificar una presencia que puede molestar: sucede cuando vemos a alguien por la calle, o cuando recibimos una llamada… En seguida pensamos: “¿durante cuánto tiempo tendré que escuchar los lamentos, los chismes, las peticiones o la jactancia de esta persona?”. Sucede también, a veces, que las personas molestas son las más cercanas a nosotros: entre los parientes siempre hay alguno; en el trabajo no faltan; ni tampoco en el tiempo libre estamos exentos. ¿Qué tenemos que hacer? ¿Por qué entre las obras de misericordia se ha incluido también esta?
En la Biblia vemos que Dios mismo debe usar misericordia para soportar los lamentos de su pueblo. Por ejemplo en el libro del Éxodo, el pueblo resulta realmente insoportable: primero llora por ser esclavo en Egipto, y Dios lo libera; después, en el desierto, se lamenta porque no hay nada que comer (cfr 16,3), y Dios manda el maná (cfr 16,13-16), pero a pesar de esto los lamentos no cesan. Moisés hacía de mediador entre Dios y el pueblo, y también él algunas veces habrá resultado molesto para el Señor. Pero Dios ha tenido paciencia y así ha enseñado a Moisés y al pueblo también esta dimensión esencial de la fe.
Por tanto, surge una primera pregunta espontánea: ¿hacemos alguna vez el examen de conciencia para ver si también nosotros, a veces, podemos resultar molestos a los otros? Es fácil señalar con el dedo los defectos y las faltas de otros, pero deberíamos aprender a ponernos en el lugar de los otros.
Miremos sobre todo a Jesús: ¡cuánta paciencia tuvo que tener en los tres años de su vida pública! Una vez, mientras estaba caminando con sus discípulos, fue parado por la madre de Santiago y Juan, que le dijo: “Manda que mis dos hijos se sienten en tu Reino, uno a tu derecha y el otro a tu izquierda” (Mt 20,21). Jesús también se inspira en esta situación para dar una enseñanza fundamental: su Reino no es de poder y gloria como los terrenos, sino de servicio y donación a los otros. Jesús enseña a ir siempre a lo esencial y mirar más lejos para asumir con responsabilidad la propia misión. Podremos ver aquí el reclamo a otras dos obras de misericordia espiritual: la de corregir al que se equivoca y la de enseñar al que no sabe. Pensemos en el gran empeño que se puede poner cuando ayudamos a las personas a crecer en la fe y en la vida. Pienso, por ejemplo, en los catequistas –entre los cuales hay muchas madres y religiosas– que dedican tiempo para enseñar a los jóvenes los elementos básicos de la fe. ¡Cuánto trabajo, sobre todo cuando los jóvenes preferirían jugar en vez de escuchar el catecismo!
Acompañar en la búsqueda del esencial es bonito e importante, porque nos hace compartir la alegría de saborear el sentido de la vida. A menudo nos sucede que encontramos personas que se detienen en cosas superficiales, efímeras y banales; a veces porque no han encontrado a nadie que les animara a buscar otra cosa, a apreciar los verdaderos tesoros. Enseñar a mirar a lo esencial es una ayuda determinante, especialmente en un tiempo como el nuestro que parece haber perdido la orientación y perseguir satisfacciones efímeras. Enseñar a descubrir qué quiere de nosotros el Señor y cómo podemos corresponder significa ponernos en el camino para crecer en la propia vocación, el camino de la verdadera alegría. Así las palabras de Jesús a la madre de Santiago y Juan, y después a todo el grupo de discípulos, indican el camino para evitar caer en la envidia, en la ambición y en la adulación, tentaciones que están siempre al acecho también entre nosotros los cristianos. La exigencia de aconsejar, amonestar y enseñar no nos debe hacer sentir superiores a los otros, sino que nos obliga sobre todo a entrar en nosotros mismos para verificar si somos coherentes con lo que pedimos a los demás. No olvidemos las palabras de Jesús: “¿Por qué miras la paja que hay en el ojo de tu hermano y no ves la viga que está en el tuyo?” (Lc 6,41). El Espíritu Santo nos ayude a ser pacientes en el soportar y humildes y sencillos en el aconsejar.
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