Desierto y conversión: la bella homilía del Papa para el tiempo de Adviento

Sistema de Información del Vaticano

(ZENIT Noticias / Atenas, 05.12.2021).- A su regreso de la isla de Lesbos, el Papa celebró la santa misa en el “Megaron Concert Hall” de Atenas la tarde del domingo 5 de diciembre. En la homilía el Papa quiso detenerse en el Evangelio del segundo domingo de Adviento, concretamente en dos mensajes contenidos en él: desierto y conversión. Ofrecemos la traducción al español de esta homilía (traducción del original italiano por nuestro director editorial).

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En este segundo domingo de Adviento, la Palabra de Dios nos presenta la figura de San Juan Bautista. El Evangelio hace hincapié en dos aspectos: el lugar donde se encuentra, el desierto, y el contenido de su mensaje, la conversión. Desierto y conversión: en esto insiste el Evangelio de hoy, y tal insistencia nos hace ver que estas palabras nos conciernen directamente. Aceptémoslas ambas.

1) El desierto

El evangelista Lucas presenta este lugar de manera especial. De hecho, habla de Habla de circunstancias solemnes y de grandes personalidades de la época: menciona el decimoquinto año del emperador Menciona el año 15 del emperador Tiberio César, al gobernador Poncio Pilato, al rey Herodes y a otros «dirigentes políticos» de la época; luego menciona a los religiosos, Anás y Caifás, que estaban en el Templo de Jerusalén (cf. Lc 3,1- 2). En este punto declara: «La palabra de Dios vino a Juan, hijo de Zacarías, en el desierto». (Lc 3,2).

¿Pero cómo? Habríamos esperado que la Palabra de Dios se dirigiera a uno de los grandes que acabamos de enumerar. Pero no. De las líneas del Evangelio se desprende una sutil ironía: de los altos pisos donde habitan los detentadores del poder, pasamos de repente al desierto, a un hombre desconocido y solitario. Dios es sorprendente, sus elecciones son sorprendentes: no se ajustan a las predicciones humanas, no siguen el poder y la grandeza que el hombre suele asociar con ellas. El Señor prefiere la pequeñez y la humildad. La redención no comienza en Jerusalén, Atenas o Roma, sino en el desierto.

Esta estrategia paradójica nos da un mensaje muy hermoso: tener autoridad, ser culto y famoso no es garantía de agradar a Dios. Por el contrario, podría llevar a uno a volverse insuperable y rechazarlo.

Quedémonos con la paradoja del desierto. El Precursor prepara la venida de Cristo en este lugar impermeable e inhóspito, lleno de peligros.

Ahora bien, si uno quiere hacer un anuncio importante, suele ir a lugares bonitos, donde hay mucha gente, donde hay visibilidad. Juan, en cambio, predica en el desierto. Allí mismo, en el lugar de la aridez, en ese espacio vacío que se extiende hasta donde alcanza la vista y donde casi no hay vida, se revela la gloria del Señor, que -como profetizan las Escrituras (cf. Is 40,3-4)- transforma el desierto en un lago, la tierra estéril en manantiales de agua (cf. Is 41,18). He aquí otro mensaje alentador: Dios, ahora como entonces, dirige su mirada hacia donde prevalecen la tristeza y la soledad.

Esto lo podemos experimentar en la vida: a menudo Él no consigue llegar a nosotros mientras estamos en medio de los aplausos y pensando sólo en nosotros mismos; lo consigue sobre todo en las horas de prueba. Nos visita en situaciones difíciles, en nuestros espacios vacíos, en nuestros desiertos existenciales. Allí el Señor nos visita.

Queridos hermanos y hermanas, no faltan momentos en la vida de una persona o de un pueblo en los que se tiene la impresión de estar en un desierto. Es precisamente ahí donde el Señor se hace presente, y a menudo no es acogido por los que sienten que han triunfado, sino por los que sienten que han fracasado. Y viene con palabras de cercanía, compasión y ternura: «No tengas miedo, porque yo estoy contigo; no te pierdas, porque yo soy tu Dios. Te haré fuerte y vendré en tu ayuda» (v. 10).

Predicando en el desierto, Juan nos asegura que el Señor viene a liberarnos y a devolvernos la vida en las mismas situaciones que parecen irremediables, sin salida: él viene allí. Por tanto, no hay lugar que Dios no quiera visitar. Y hoy no podemos dejar de sentir alegría al ver que ha elegido el desierto, para llegar a nosotros en nuestra pequeñez que ama y en nuestra esterilidad donde quiere saciar nuestra sed. Por eso, queridos amigos, no tengáis miedo a la pequeñez, porque no se trata de ser pequeños y pocos, sino de estar abiertos a Dios y a los demás. Y tampoco tengan miedo de la esterilidad, porque Dios no la teme y viene a visitarnos allí.

2) La conversión

Pasemos al segundo aspecto, la conversión. El Bautista lo predicaba sin cesar y en tono vehemente (cf. Lc 3,7). Este también es un tema «incómodo».

Al igual que el desierto no es el primer lugar al que nos gustaría ir, la invitación a la conversión no es ciertamente la primera propuesta que nos gustaría escuchar.

Hablar de conversión puede provocar tristeza; parece difícil conciliarla con el Evangelio de la alegría. Pero esto sucede cuando la conversión se reduce a un esfuerzo moral, como si fuera sólo un fruto de nuestro propio esfuerzo. El problema radica precisamente aquí, en basar todo en nuestras propias fuerzas. ¡Esto no está bien! Aquí es también donde acechan la tristeza y la frustración espirituales: quisiéramos convertirnos, ser mejores, superar nuestros defectos, cambiar, pero sentimos que no somos plenamente capaces de hacerlo y, a pesar de nuestra buena voluntad, siempre retrocedemos. Tenemos la misma experiencia que San Pablo que, desde estas mismas tierras, escribió: «En mí hay deseo de bien, pero no capacidad de hacerlo; pues no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero» (Rom 7,18-19). Entonces, si por nosotros mismos no tenemos la capacidad de hacer el bien que quisiéramos, ¿qué significa que debemos convertirnos?

Su hermosa lengua, el griego, puede ayudarnos con la etimología del verbo evangélico «convertir», metanoéin. Se compone de la preposición metá, que aquí significa más allá, y del verbo noéin, que significa pensar. Convertirse es, por tanto, pensar más allá, es decir, ir más allá de la forma habitual de pensar, más allá de nuestros esquemas mentales habituales.

Estoy pensando precisamente en los esquemas que reducen todo a nuestro ego, a nuestra pretensión de autosuficiencia. O a los que se cierran por la rigidez y el miedo que paralizan, por la tentación de «siempre se ha hecho así, ¿por qué cambiar?», por la idea de que los desiertos de la vida son lugares de muerte y no de presencia de Dios.

Instando a la conversión, Juan nos invita a ir más allá y a no detenernos aquí; a ir más allá de lo que nos dicen nuestros instintos y fotografían nuestros pensamientos, porque la realidad es mayor: es mayor que nuestros instintos, que nuestros pensamientos. La realidad es que Dios es más grande.

Convertirse, pues, significa no escuchar a los que aplastan la esperanza, a los que repiten que nada en la vida cambiará jamás: los pesimistas de toda la vida. Es negarse a creer que estamos destinados a hundirnos en las arenas movedizas de la mediocridad. Es no rendirse a los fantasmas interiores que aparecen sobre todo en los momentos de prueba para desanimarnos y decirnos que no lo conseguiremos, que todo va mal y que ser santo no es para nosotros. Este no es el caso, porque existe Dios. Debemos confiar en Él, porque Él es nuestro más allá, nuestra fuerza. Todo cambia si le damos a Él el primer lugar. Aquí está la conversión: el Señor sólo necesita nuestra puerta abierta para entrar y obrar maravillas, como le bastó un desierto y las palabras de Juan para venir al mundo. No pide más.

Pedimos la gracia de creer que con Dios las cosas cambian, que Él sana nuestros miedos, cura nuestras heridas, convierte los lugares secos en manantiales de agua. Pedimos la gracia de la esperanza. Porque es la esperanza la que reaviva la fe y reaviva la caridad. Porque es la esperanza lo que los desiertos del mundo están sedientos hoy. Y mientras este encuentro nuestro nos renueva en la esperanza y la alegría de Jesús, y yo me alegro de estar con vosotros, pidamos a nuestra Madre, la Toda Santa, que nos ayude a ser, como ella, testigos de la esperanza, sembradores de alegría a nuestro alrededor -la esperanza, hermanos, nunca defrauda, nunca decepciona-, no sólo cuando somos felices y estamos juntos, sino cada día, en los desiertos que habitamos. Porque es ahí donde, con la gracia de Dios, nuestra vida está llamada a la conversión. Allí, en los muchos desiertos que hay en nuestro interior o en nuestro entorno, la vida está llamada a florecer. Que el Señor nos dé la gracia y el valor de aceptar esta verdad.

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