Beatriz García Blasco – CAAAP
Darse la mano y encontrar puntos de unión para siempre sumar y, si puede ser, multiplicar. Es el enfoque que brinda, en tiempos de pandemia, Maribel Carase Ochoa. Mujer, madre, indígena, migrante y técnica en salud. Amable, alegre, humilde, resiliente. Natural de la comunidad nativa de Shintuya, en el Alto Madre de Dios, vivir a más de un día de viaje no significa, para ella, estar lejos de su hogar ni de su gente. Porque el corazón Harakbut sigue latiendo a ritmo Harakbut.
Maribel Carase tiene grabado en su mente y en su corazón ese recuerdo. El de sus abuelos preparando un baño caliente en el que el ingrediente ‘mágico’ era siempre el mismo: el okpöipöi. Es una planta que, en tiempos de coronavirus, se ha descubierto, con el nombre de matico (así lo conoce el pueblo shipibo), como una herramienta útil para enfrentar la pandemia. Pero el pueblo Harakbut, al que pertenece Maribel, conoce a esa planta como okpöipöi. Con ella, y algunas más, es que desde hace varias décadas se paliaban los resfríos y los síntomas de fiebre en las comunidades Harakbut del Alto Madre de Dios. “Siempre lo hemos usado y hasta ahora lo practicamos”, confirma, “ayudaba mucho para mejorar, incluso para el malestar general y el dolor de articulaciones”.
Técnica en Enfermería desde muy joven, Maribel ha enfrentado a la Covid-19 desde la primera línea de batalla. El centro de salud de Pueblo Viejo, el más emblemático barrio de Puerto Maldonado que da origen a la hoy gran ciudad en la confluencia del río Tambopata y el Madre de Dios, ha sido su frente de acción. Cuenta que en las semanas en que el hospital Santa Rosa, el único y principal de la región, colapsó, los centros de atención primaria como el suyo, también sintieron la pegada del virus. Más pacientes con síntomas, más personal de salud infectado, más trabajo y, en consecuencia, más temor.
Sin embargo, a Maribel no le gusta hablar de miedo. Prefiere llamarlo respeto porque, contra el miedo, se protege con dos armas más que potentes: la medicina tradicional y la fe. “En general me he sentido bastante segura porque, antes de ir a trabajar me he estado preparando mis hierbas, al salir o regresar a casa un buen aseo y, de nuevo, a tomar mis hierbas. Siento que con eso siempre estoy previniendo y que tengo que tener fe”, confiesa. Fe en sí misma, en Dios y en la herencia de sus antepasados. En los ancianos que son únicos e irremplazables en las comunidades indígenas amazónicas.
“Para mí son como tesoros, saben toda la parte medicinal, los cantos que se practican con ellos… Estando en la ciudad extraño mucho lo que trabajábamos con los abuelitos, ellos tienen un conocimiento muy amplio de lo ancestral y medicina tradicional”, reconoce. Cuenta que, aunque esté en Puerto Maldonado, a donde migró, como muchos otros indígenas, buscando brindar mejor educación a sus hijas; jamás pierde el contacto con Shintuya, su comunidad, en el Alto Madre de Dios. Por eso desde que el coronavirus llegó y supo que, entre los más vulnerables, estaban los ancianos, no deja de pensar en ellos, pues la sabiduría de los sabios y sabias ha sido la fuente de sus aprendizajes culturales y, sobre todo, de sus conocimientos sobre medicina tradicional Harakbut. “En momentos como estos ellos deben ser la base para orientar a los jóvenes y priorizar la prevención”, considera Maribel. Y es que, si algo lamenta, es que la occidentalización haya llevado a parte de sus paisanos a infravalorar la sabiduría ancestral, volcando toda su confianza en las medicinas e ignorando el poder curativo de las plantas. Ella siempre apuesta por complementar, por articular lo ancestral con lo occidental.
La recompensa al sacrificio
Si bien ahora se considera privilegiada, llegar hasta donde hoy está, supuso para Maribel, mucho sacrificio. Uno de los momentos más duros fue su primera llegada a la ciudad, para estudiar Educación Secundaria en el colegio “Santa Rosa” de Puerto Maldonado, como residente del internado Santa Cruz. Su lengua materna, que hoy valora como un tesoro, resultaba entonces un obstáculo a superar. Pero lo superó, con ayuda y mucho tesón. “Fue para mí un golpe, porque era difícil entender el castellano, yo hablaba el idioma Harakbut. Las profesoras misioneras dominicas, en especial la profesora Silvia Cornelio, me decía Maribel tienes que hacer lectura para que no tengas dificultades”, recuerda. También reconoce a quienes le facilitaron y acompañaron en el camino. Desde su propia familia, porque “mis papás siempre me motivaron a estudiar con consejos, aunque no teníamos los recursos económicos, sí tenía el apoyo moral de mis padres”; los misioneros y misioneras, “de los que obtuve también mucho apoyo”, y hasta su propia comunidad “que también conseguía ayudas para apoyarme con el transporte”.
Hoy, lejos ya de aquel tiempo, su historia de vida sigue marcando su carácter tranquilo, alegre y humilde. “Aunque no esté allí no significa que me olvide de mi comunidad, siempre sigo ligada, siempre con ellos, hasta ahora”, remarca. Por sus venas corre sangre Harakbut, y eso nada ni nadie lo puede cambiar.
Ella es Maribel Carase Ochoa. Mujer Harakbut. Mujer valiente. Un gran ejemplo de por qué la Amazonía tiene nombre de mujer.
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