Más actual que nunca- En conmemoración del centenario del nacimiento de monseñor Óscar Romero

Sistema de Información del Vaticano

Una de las primeras cosas que hemos entendido
quienes hacemos este periódico es la condición temporal de nuestro trabajo: la
información vaticana tiene que ver con el presente, no con el pasado. Sin
embargo, el pasado es algo que irrumpe de la nada bajo las formas más
inesperadas. Y lo hace con contundencia, a través de documentos, testimonios y
recuerdos que son la historia y memoria, en este caso, de monseñor Óscar
Romero, un servidor más de la Iglesia de Roma. Desempolvando nuestros archivos,
la crónica del 29 de mayo de 1977 nos lo confirma: en la página 4, un artículo
simple pero muy detallado nos narra las distintas visitas de cortesía que
varios obispos de diversos países de América Latina realizaron a nuestras
oficinas durante los primeros meses de ese año. Entre ellos se encontraba
monseñor Óscar Romero que visitó la sede de nuestro semanal durante los
primeros días de abril. Tal y como
afirma el artículo: «Desde que se hizo cargo del gobierno de la arquidiócesis,
está fomentando con diversas iniciativas, la difusión de las enseñanzas del
Papa —por medio de suscripciones a L’Osservatore Romano— entre sacerdotes,
seglares, movimientos apostólicos y comunidades religiosas» dejándonos además
en esa ocasión un detallado elenco, con nombres y apellidos, para realizar las
suscripciones a las 104 parroquias de su diócesis.

Un
pequeño episodio «público» de entre los muchos que ha habido y no han
transcendido. La notoriedad no se encontraba entre las prioridades de la vida
cotidiana de un hombre de la institución eclesiástica, de un obispo, que como
tantos otros en aquellos difíciles tiempos, demostraba también de esta manera
su pertenencia al cuerpo de la Iglesia de Roma. Amable, cordial, cercano a los
sacerdotes de su diócesis pero además muy exigente con la disciplina
eclesiástica, con la obediencia a la Iglesia y con el estricto uso de los
hábitos religiosos y de los ornamentos sagrados.

Por aquel entonces, Romero ya había sido marcado
profundamente por el asesinato del
sacerdote Rutilio Grande y había celebrado la histórica misa exequial del 14 de
marzo de 1977, por los tres asesinados, junto a más de 150 sacerdotes y más de
100.000 personas reunidas en la catedral. Aquellas fueron la fue la primera homilía transcrita que se
tiene del entonces arzobispo de El Salvador. Para dicha predicación se inspiró
en una afirmación de Pablo vi, de quien era profundamente devoto, sobre lo que
es el verdadero liberador cristiano. Pues se da el caso de que casi toda la
doctrina de la liberación cristiana de Romero se remite a la exhortación
apostólica Evangelii nuntiandi. El contexto salvadoreño de 1977, en donde
Romero desarrolló su actividad pastoral, es fácil de retratar a través de
algunos datos inequívocos: el 65% de su país era campesino, entre los cuales un
40% de ellos eran analfabetos, más de un 80% no tenían agua ni servicios
higiénicos en sus humildes casas y más de un 92% carecían de energía
eléctrica. También existía una minoría rica y extraordinariamente fuerte que
poseía más del 77% de la tierra. En El Salvador, 2.100 familias tenían tanto
como el resto de todas las familias del país.

Amenazados. Esa era la palabra habitual que
circulaba entre los cristianos de El Salvador. Amenaza y pobreza como dos
conceptos aparentemente incompatibles, pero fundidos en una violencia sin igual
entre los años 70 y 80 en América Latina
de mano de las dictaduras y sus brazos armados. Monseñor Romero sentía el peso
de la responsabilidad que suponía, durante esos primeros meses, su nueva sede
episcopal y a la luz de la situación en la región, necesitaba sentirse
escuchado y animado. Pero la distorsión sobre su vida junto a la incomprensión
de su pensamiento, en gran parte fruto del desconocimiento de esa realidad
lejana que era y es en Europa América Latina, le crearían no pocas
dificultades. En esos años América Central se convertiría en una de las áreas
estratégicas de la «Guerra Fría» en el continente e incomprensiblemente la acción
pastoral de muchos sacerdotes y miembros de la Iglesia fue vista, desde una
perspectiva bipolar del mundo, con espejos curvos que deforman la imagen de los
objetos que reflejan. Monseñor Romero exhortaba a un humanismo discreto,
inquieto e incansable. Se presentaba a los poderosos de la tierra y a los
humildes, transmitiendo a todos por igual el mensaje de amor y de esperanza,
con la firmeza de la caridad que había podido admirar y conquistar. Algunos
días antes de partir hacia Roma en 1977, en la fiesta de la Pascua, dio a
conocer el 10 de abril su primera Carta Pastoral. Fue en su saludo de
presentación a sus fieles y a tan solo
45 días de su nombramiento cuando tuvo que puntualizar que «en esta
Arquidiócesis que, desde su fidelidad al Evangelio, rechaza la calumnia que la
quiere presentar como subversiva, promotora de violencia y odio, marxista y
política; en esta Arquidiócesis que, desde su persecución, se ofrece a Dios y
al pueblo como una Iglesia unida, dispuesta al diálogo sincero y a la cooperación
sana, mensajera de esperanza y amor». Este documento, donado en una
sencilla fotocopia por Romero a L’Osservatore Romano durante su visita,
representa una verdadera hoja de ruta del pensamiento teológico pastoral de
monseñor Romero en donde la insistencia incansable hacia la referencia del
«camino de la conversión de los corazones» como alternativa a la violencia,
conduce de pleno a la bella fórmula de Pablo VI de la vocación para
construir la «civilización del amor». Es decir, el progreso y la historia de
los hombres se mueven por el amor y hacia el amor. Porque en la teología
cotidiana de Romero entre la Iglesia y el mundo, el único camino posible —poco
fácil, pero recto— pasa por Cristo.
Romero amó a la Iglesia, se entregó totalmente a ella. Sin limitaciones. Su fidelidad dinámica le condujo, en efecto, a un inevitable
«martirio». Y su herencia pastoral, basada en un grande esfuerzo para que las
reformas del Concilio Vaticano ii no se interpretasen en clave de ruptura, ha
permitido retomar además un protagonismo histórico de solidaridad con los
pobres de América Latina que la Iglesia había perdido. También hay que señalar
que, en el espacio religioso, la pérdida de monseñor Romero tuvo algunas
consecuencias directas del todo inesperadas. Se trata de la proliferación de
sectas, en algunos países de América Central, en particular en Guatemala y El
Salvador, marcadas por un mesianismo
religioso que nada tiene que ver con el Evangelio las cuales estaban al orden
del día. Sin duda la historia de la
Iglesia agradecerá a monseñor Óscar Romero su defensa tenaz del aspecto más
trascendental que roza al misterio de Dios: la vida humana en sus fuentes, en
su curso y en su fin. «Si me matan, resucitaré en la lucha del pueblo
salvadoreño». Hoy es evidente que esa profecía no era una simple metáfora de
ocasión, sino la expresión de un conocimiento real del Pueblo de Dios, pasado y
presente.

Silvina
Pérez


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